Un recuerdo de infancia con casa en esquina, escuela y maestra castigadora
Vivíamos en la casa del viejo Eduardo (así lo denominábamos) al que papá llamaba el jorobado. Tenía ventanas verde oscuro, techo de asbesto y al lado había una manga en la que una vez, en una tierra removida, encontré muchas monedas que me hicieron creer que había hallado un tesoro (entierro se le decía) de piratas exiliados en Bello. El barrio tenía a pocas cuadras un sector pendiente, sembrado de altas palmeras, llamado El Calvario, con estaciones degradadas y, en la cima del morro, un cristo plateado acompañado de sendas estatuas de la virgen y un discípulo.
El Rosario —ese era el nombre oficial del barrio— todavía tenía calles destapadas y tierra amarilla. Rodaban por algunas partes coches de caballos debiluchos, con espinazo pelado y una apariencia de tristeza. Por un costado de la casa pasaba una calle desnivelada que conducía en falda al lugar donde estaba la rueda de hierro que un fontanero, por turnos, hacía girar para quitar y poner el agua al sector. Tanto cuando se iba como cuando llegaba, el líquido hacía un ruido particular, como si alguien estuviera gargareando.
La casa tenía un pequeño patio y tres alcobas. La cocina era estrecha y a veces el alcantarillado de atanores no daba para evacuar con suficiencia las heces y otras porquerías, por lo que, a través del sumidero del patio, brotaban asquerosidades. En la manga contigua, con mi hermano Rodolfo solíamos patear una pelota azul y a veces discutíamos por un gol inexistente, que había pasado por encima de las piedras que poníamos como portería. Por lo regular, hacíamos chutes de un lado a otro y cada uno fungía, a la vez, como arquero y como delantero.
La casa, en una esquina, por detrás lindaba con otra manga, en la que crecían adormideras y había uno que otro chagualo. A veces íbamos, con cartones parafinados, a deslizarnos loma abajo. Por esos días, vistos desde ahora muy lejanos, con borrosidades y predominio —no sé por qué— del color anaranjado, ya estaba en la escuela, en segundo de primaria. Para ir a ella, atravesaba El Calvario. Me detenía a veces en la cripta que había debajo del crucificado y sus acompañantes e imaginaba que allí habitaban monstruos, momias y no sé qué otras figuras siniestras. Me gustaba mirar por la reja y sentir el olor a humedad. Con mi valija de cuadernos, con lápices de colores y alguna cartilla, seguía bajando por barrancos y desniveles, miraba de vez en cuando las estaciones del viacrucis que pudieron ser bonitas y limpias en otros días, pero ya estaban deterioradas, tanto que por ejemplo el nazareno tenía cara raspada en algunas de ellas y la cruz no se distinguía en forma.
A la entrada (o salida) del Calvario había un enorme arco de cemento y, en su parte más elevada, se erguía un ángel que algunos decían que era el del silencio y otros el de guardián de la heredad. Mucho tiempo después, ya en la adolescencia, en ese mismo morro de esbeltas palmas, una tarde un grupo de muchachos le arrojamos, desde los pies del cristo, piedras a una soldadesca que había llegado para sofocar los motines estudiantiles, en los que, si bien recuerdo, rompieron algunos vidrios de la urna de la choza de Marco Fidel Suárez.
Me parece que, más que decir que habitábamos en El Rosario, siempre anunciábamos que era en El Calvario, una elevación sacrosanta cuya construcción la promovió una fábrica de textiles con el fin de que la gente, en particular los obreros, hiciera peregrinaciones y pagara promesas. Y sí, uno se topaba, de vez en cuando, a alguna señora de rosario en mano, con rezos y murmullos, en ascenso hacia la cúspide, con paradas beatíficas en cada una de las catorce estaciones de la pasión cristiana.
Junto a la casa estaba la tienda de don Mario (y creo que tenía las puertas anaranjadas), un señor colorado que, aunque supongo que era joven, me parecía ya muy viejo, tanto como el dueño de la casa en que vivíamos, de cara pálida, pelinegro, giboso y que, no sé por qué, me parecía que se había fugado de la catacumba que había en El Calvario. Hacia el occidente, por una calle recta y también sin asfalto, se llegaba a la escuela de niñas Rosalía Suárez, en inmediaciones de una fábrica de artefactos de cachos de res (la gente la llamaba La Cachera), entre cuyas manufacturas se destacaban barquitos con velas ondeantes y las famosas perinolas.
Entonces a uno las distancias le parecían enormes, cuando, después, ya más crecidos, no era tan harta la lejanía. Así que la escuela, más bien cerca de la casa, daba la impresión de quedar muy allá. Tenía ventanales enrejados y una puerta ancha. El patio de recreo, en el que no faltaba el inevitable quiosco de gaseosas y golosinas, era amplio y lo enmarcaban los corredores con una baranda plateada. Había una campana y una corneta por la que brotaban himnos y la voz del director escolar o de alguna señorita profesora.
Mi maestra era una señora caricolorada y cabellinegra que me parecía muy vieja. Se llamaba Angélica y casi siempre se vestía con trajes oscuros. La menciono porque, más que haberle tenido afectos, la veía como una suerte de enemiga, castigadora y de mala leche. Claro, era una correspondencia suya a mi comportamiento, no siempre apacible. Eran días en que aprendimos a dar golpes y a recibirlos. “A la salida nos vemos” era una frase común. Y en una de esas, nos citamos con un rival, para enfrentarnos a totazos en El Calvario. Se llamaba Gonzalo. La pelea duró unos cuantos minutos. Intercambiamos puñetazos, agarrones, vituperios y después él otro resultó con el ojo morado.
A doña Angélica le pusieron la queja y me exhibió ante el grupo en el ritual de flagelación con una regla de madera. Esa escena la viví varias veces en aquel año. Sin embargo, en el altozano de la crucifixión, un Gólgota local, hube de enfrentarme otras veces con diversos pelados que, como yo, gustaban de la bronca y el bonche. Me parece que la primera vez que vi imágenes de televisión sucedió en la casa de Tisnés, a dos cuadras de la escuela, donde, por una enorme ventana abierta, me sorprendió un aparato de consola que emitía sonidos y dejaba ver otros mundos.
En la casa del viejo Eduardo duramos poco tiempo. Tal vez el más vívido recuerdo de aquella estada, pudo ser el de las mañanas y tardes jugando con una esférica, el ver el vuelo de cucarrones verdes en la manga y encontrar un tesoro de piratas (eran los tiempos de la canción escolar “Soy pirata y navego en los mares…”) con monedas abundantes que seguro me gasté en golosinas de la tienda de don Mario.