Lewis nos invita a dejar de lado el comportamiento del rebaño, dócil seguidor de las imposiciones de terceros anónimos y habilidosos que buscan fines específicos.
Existe una ley natural de carácter universal y objetivo, válida para todos: se relaciona de modo fuerte con los principios de la razón -teórica y práctica- que están al alcance de la comprensión de quien quiera percibirlos. Esto es un marco diferente de la condición coercitiva y punitiva propia de los sistemas jurídicos particulares y positivos, cambiantes según los tiempos, los lugares, los legisladores. Con no poca frecuencia, como lo indican la historia local y universal, el marco legal es instrumento de injusticia.
C. S. Lewis, en sus breves pero contundentes reflexiones sobre la educación, defiende con poderosa argumentación aquella idea imperecedera: los principios evidentes son compartidos en general por la humanidad. Principios como la beneficencia general se expresan en todos los códigos clásicos y en los fundamentos de las grandes religiones: no matar, no robar, no calumniar, no herir al prójimo, no codiciar. Quizás una de las expresiones más recordadas del mismo contenido universal se resume en la regla de oro: haced al otro lo que quisieras para ti. Consecuencias obvias, para mencionarlas: respeto a los padres, compromiso con los hijos, veracidad, decencia. Son principios necesarios para la vida en armonía. Tanto como el aprecio a la tradición que nos es dada por la cultura y civilización y como el acoger la norma justa expedida por autoridad legítima.
Se asocia de manera natural el nombre de Lewis con el de otros dos recientes genios británicos, Tolkien y Chesterton, también mundialmente conocidos por sus extensas obras literarias. La claridad, coherencia y belleza de sus creaciones ya son parte del patrimonio de todos.
Afirma Lewis: “Ser tolerante en asuntos que no son fundamentales es útil. Pero ser tolerante respecto a las bases fundamentales de la razón teórica o práctica es una estupidez.”
En efecto, en la era de la post-verdad y de la hipertrofia de las opiniones y el subjetivismo, que son expresiones comunes de una deliberada y raquítica deformación del concepto de libertad, la estupidez, en opiniones y acciones, parece convertirse en norma: Lewis nos invita a dejar de lado el comportamiento del rebaño, dócil seguidor de las imposiciones de terceros anónimos y habilidosos que buscan fines específicos. También nos invita a tomar distancia prudente del efecto de “band wagon”: hacer algo porque muchos lo hacen, porque esa es la tendencia, porque eso es lo que se dice, lo que la mayoría acepta como razonable y poco cuestionable.
Los principios de carácter universal existen. Están al alcance de quien quiera percibirlos y vivirlos. Pero eso sí, también necesitan ser defendidos por quienes los han asimilado. No todo el mundo es capaz de discernir lo bueno de lo malo -esta es una observación de los tratadistas hipocráticos en el siglo V antes de nuestra era-.
Hay que afirmar la verdad, defenderla, enseñarla. Ello, naturalmente cuesta, pues hiere el subjetivismo hipertrófico del relativismo al uso, algo que con frecuencia es el único sustrato de muchos críticos y opinadores contemporáneos, disfrazados bajo multiformes máscaras que ocultan egos hipertróficos, llenos de helio, de intereses de corto alcance y con sus bolsillos ocultos llenos de trucos de prestidigitadores para entretener muchedumbres.