Ese sistema ha sido rechazado en las “grandes democracias”, por la facilidad con la que pueden falsear los resultados.
La salud de las democracias depende de un mísero detalle técnico: el procedimiento electoral. Todo lo demás es secundario. Si el régimen de comicios es acertado, si se ajusta a la realidad, todo va bien; si no, aunque el resto marche óptimamente, todo va mal. —José Ortega y Gasset
Si el sistema electoral está amañado desaparece la confianza y, por ende, la democracia. En Colombia, gracias sobre todo a los esfuerzos de los gobiernos del Frente Nacional, solamente en 1970 los resultados fueron objeto de desconfianza, pero esta afortunadamente se superó a partir de las siguientes elecciones de 1974. Y así seguimos confiando en el sistema electoral, hasta el plebiscito de 2016, la elección presidencial de 2018 y la consulta anticorrupción de ese mismo año.
Los resultados de esos tres comicios no han sido impugnados ni cuestionados. Gozan de presunción de validez, anclada en el sentimiento popular, aunque dejan una profunda inquietud en personas bien informadas:
1) El margen del NO sobre el SÍ, en el plebiscito, fue probablemente mayor…
2) ¿Cómo es posible que Petro —candidato tóxico y con antecedentes deplorables— hubiera contabilizado 8 millones y pico de votos…?
3) ¿Cómo es posible que con unas urnas desiertas en la mañana, por la tarde la inútil consulta anticorrupción hubiera logrado superar la barrera de los 10 millones de votos?
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4) ¿Sería esa cifra el resultado de sumar el SÍ de varias preguntas, en lugar de informar al país sobre el verdadero número de votantes que acudieron a las urnas?
Esos interrogantes ameritan una investigación profunda, porque ahora se quiere implantar el voto electrónico para 2022. Ese sistema ha sido rechazado en las “grandes democracias”, por la facilidad con la que pueden falsear los resultados. Basta manipular el programa, para que un individuo en el lugar adecuado, escoja al vencedor… Y apelación a los infiernos, porque desmontar el fraude se convierte en algo imposible en la práctica.
Mis dudas sobre la confiabilidad del sistema electoral colombiano radican en el hecho de que, desde el gobierno conjunto de Santos y Timo, tenemos el cómputo electrónico de las votaciones. Ahora, los resultados se anuncian contados minutos después del cierre de las urnas. En ningún otro país del mundo se conoce el resultado con tanta rapidez. Este récord Guiness es altamente sospechoso. El cómputo lo realiza una compañía privada, estrechamente ligada por vínculos de íntima amistad con J.M. Santos, empresa que se embolsica, además, una cifra astronómica (como medio billón de pesos) por unas pocas horas de trabajo.
Con el cómputo privatizado (¡y en qué condiciones!), cualquier fraude electrónico es posible, de tal manera que la adopción del voto electrónico no solo completa las posibles maniobras electorales, sino que también puede responder a otras maquinaciones non sanctas. Aunque repudio categóricamente el voto electrónico, este se me hace menos asustador que la continuación del cómputo electrónico por parte de extraños contratistas.
En las últimas elecciones presidenciales los ciudadanos votaron en 107.916 mesas (urnas). ¿Cuánto dinero vale esa cantidad enorme de terminales de computador, máquinas que apenas se usarán cada cuatro años y que buena parte de los votantes no sabrá manejar? Ese suministro representa una suma colosal, que tendría mejor destino en el sistema de salud, en educación o en construcciones carcelarias, para no citar sino tres frentes bastante descuidados.
Ahora bien, el poder presidencial en Colombia se parece cada vez más a la piel de zapa, porque se contrae después de cada ocasión en que se ejerce. Desde luego, la tridivisión del poder es necesaria para la democracia, pero a partir de la Constitución del 91 y de sus incontables reformas, la continua reducción de las facultades presidenciales es alarmante: Ya no nombra gobernadores; a los alcaldes se les ha delegado —inconstitucional e irresponsablemente— el manejo del orden público; Procuraduría y Fiscalía son ruedas sueltas; las altas cortes usurpan funciones y prevarican a la lata, sin que se las pueda controlar; toda la educación está al servicio de la subversión, y así sucesivamente…
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En este panorama de anarquía el Ejecutivo parece disfrutar de su impotencia. Hasta la Registraduría y el Consejo Electoral son organismos autónomos en poder de las voraces clientelas. El Consejo Nacional Electoral es la emanación de lo peor de la politiquería y los antecedentes del nuevo registrador son típicos del manzanillo profesional. El poder electoral ordena gastos gigantescos, innecesarios y muy cuestionables, sin que el gobierno opine.
En fin, ¿qué nos espera, si la Administración sigue acatando toda la falsa legitimidad que está conduciendo al país al caos, ahora, y al abismo electoral en 2022?
Entre la multitud de desórdenes que no se enfrentan, se cuenta la amenaza electoral del posible fraude electrónico, que puede enterrar la democracia. Por tanto, el presidente no puede marginarse dejando al Consejo Nacional Electoral a cargo de la mecánica comicial. Hay que limpiar el sistema, asegurar el cómputo imparcial y veraz, eliminar intermediarios costosos y sesgados y devolver la confianza al ciudadano. De lo contrario, en 2022 podremos tener mayúscula sorpresa y la instalación del madurismo colombiano.
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