La debilidad del Estado para garantizar a los inversionistas posibilidades de trabajar en el país, siendo legales, sostenibles y responsables, es la principal amenaza para que Colombia se acerque al cumplimiento del octavo ODS.
Los recientes resultados de los más sensibles indicadores económicos, el crecimiento del PIB y el comportamiento del empleo, con su variable de informalidad, han propiciado una nueva discusión pública sobre el desempeño del país y las decisiones necesarias para que en los próximos diez años Colombia se aproxime al cumplimiento del Objetivo 8 del Desarrollo Sostenible: “Promover el crecimiento económico sostenido, inclusivo y sostenible, el empleo pleno y productivo y el trabajo decente para todos”; en torno a él, la ONU ha fijado como prioridades llegar a tasas anuales de crecimiento de 7%, lejano aún para un país con crecimiento anual del 3%, y alcanzar pleno empleo en condiciones de trabajo decente, mucho más difícil para un país cuyas tasas de desempleo no bajan de 9% y las de informalidad laboral apenas han caído a 47,5% (ver gráfico).
Desde su inicio, esta discusión fue atravesada por la agria polarización que afecta la vida pública y que limita las posibilidades de analizar con la racionalidad que merecen, problemas estructurales. En el caso del desempeño económico, las dificultades para adelantar un debate riguroso se traducen en el desaprovechamiento de la ubicación privilegiada del país y de sus inmensos recursos naturales como instrumentos para mejorar efectivamente las condiciones de vida de los colombianos.
Las principales responsabilidades del Estado en el fortalecimiento de la inversión privada, primera generadora de crecimiento económico y de trabajo decente, son las de creación de condiciones de seguridad física y jurídica para la operación empresarial, los inversionistas y sus recursos. La generación de condiciones de seguridad física fue una promesa del acuerdo final con las Farc que dejó de cumplirse por las debilidades del protocolo en materia de cese del narcotráfico y represión de la reincidencia, así como por la falta de voluntad inicial para enfrentar las rentas ilegales y las organizaciones criminales que de ellas se benefician. Y la oferta de seguridad jurídica a la inversión sigue siendo una promesa aplazada, como queda demostrado con las continuas reformas tributarias, y las amenazas de inconstitucionalidad que penden sobre ellas, así como en las inconsistentes decisiones de autoridades administrativas, acuciosas ellas para contener la actividad empresarial formal pero ciegas para detener la ilegalidad y la informalidad que transcurren sin acatamiento de los compromisos de sostenibilidad o formalización laboral, como es tristemente notorio con la depredadora extracción ilícita de minerales, metálicos y no metálicos, pero no sólo allí.
También es tarea del Estado enfrentar y encontrar la manera de contener la judicialización de la economía, representada en una espiral de acciones e intervenciones desproporcionadas de órganos de justicia, que actúan a motu propio como lo vienen haciendo la Fiscalía y la JEP con su amenaza de frenar el desarrollo de Hidroituango; o lo hacen impulsados por personeros de dudosos intereses particulares, cuya representatividad no parece importarle a los procesadores de las querellas o a quienes las amplifican en medios de comunicación o escenarios políticos; ejemplo de este último tipo de controversias es la instaurada contra Cerrejón, con petición de imponer medidas cautelares que implicarían el cierre de operaciones de la principal mina exportadora de carbón en Colombia, en actividad desde hace 34 años.
La debilidad del Estado para garantizar a los inversionistas posibilidades de trabajar en el país, siendo legales, sostenibles y responsables, es la principal amenaza para que Colombia se acerque al cumplimiento del octavo ODS, que todos los estados consideraron deseable y posible para ofrecer calidad de vida a las personas y garantizar el progreso colectivo.
Si bien el crecimiento del sector real de la economía es la principal fuente de generación de trabajo decente -el que tiene estabilidad, seguridad social, remuneración justa y garantía de diálogo social- existen también condiciones legales que posibilitan o impiden la generación de puestos formales de trabajo. En Colombia, una estructura legislativa aparentemente proteccionista del trabajador y las organizaciones sindicales -que termina convertida en su principal enemiga- ha convertido el contrato de trabajo en una camisa de fuerza desconocedora de las realidades de los mercados y del propio mercado laboral. Mientras pervivan las rigidices para realizar contratos laborales flexibles en sus condiciones de horarios, realización y terminación, y se mantenga la excesiva protección a algunos sindicatos irracionales, son ineficaces, y desproporcionadas, medidas de abaratamiento del trabajo, reducción de costos parafiscales o minimización de la seguridad social, pero parece que tampoco este gobierno tiene la valentía para abrir esa, una discusión aplazada por décadas.