Disentir es el único ejercicio, o pecado -como se le quiera llamar- que el liberalismo no puede castigar sin renegar de sus principios
El partido Liberal quedó reducido al mínimo en la consulta reciente. Peor no podía irle: lo que seguía era la sepultura. Y un sepelio sin dolientes suficientes para llorarlo y rezarle sus responsos. La experiencia de estar tan cerca del abismo ya la había tenido en los comicios del 2010, cuando ató su suerte a la de un candidato extraído de la élite santafereña, promovido por el mismo expresidente Gaviria, y tan insípido que casi no alcanza el umbral o mínimo requerido para que un partido sea escrutado y reconocido, y así logre sobrevivir siquiera malamente. La cifra entonces fue de 600.000 míseros votos, equivalentes, contada la inflación, a los 700.000 de hoy, registrados por la consulta en comento. De los cuales no todos fueron bermejos, pues en ella, por ser consulta abierta, participaron ciudadanos venidos de otras toldas, o del denominado “voto de opinión”, que suele sufragar según las encuestas, la tendencia o el capricho del día, por no estar afiliados a nada ni seguir bandera alguna. Ellos se repartieron pues entre De la Calle y Cristo, los dos aspirantes en liza.
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Tan pobre y melancólico resultado (previsto y anunciado desde antes) no provocó en la cúpula partidaria el remezón que en tales circunstancias se esperaba y se espera de toda agrupación seria, que respete la voluntad de sus adherentes, la cual ha de consultarse siempre en coyunturas cruciales como la que hoy se vive. El Director Único (figura excelsa y respetable por todo concepto) debió haber renunciado de inmediato, pues en todo país serio tamaño fiasco en el juego político se toma como lo que es: un relevo (por no decir que una destitución) dispuesto desde las bases mismas. O, en el mejor y más piadoso de los casos, una demostración de repudio o desgano frente a las directrices que se trazan o, peor aún, una expresión de la indiferencia que en el colectivo suscita su persona, o suscita el manejo que dado al timón que se le encomendó cuando ya la nave hacía agua. Dicha indiferencia resulta tan clamorosa y contundente como el repudio, dado que lo que estaba en juego era la recuperación y por ende la vida misma de una fuerza diezmada y en vías de extinción.
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Varias semanas han transcurrido desde tan triste espectáculo y ésta es la hora en que el director no ha abierto la boca para referirse a él, explicar los errores propios o ajenos que lo provocaron, o bien, si fuere del caso, excusarse y dar el paso consiguiente. Aunque el daño está hecho y nada lo podrá enmendar, al menos en la justa electoral en ciernes. No olvidemos que desde lo alto, extralimitándose en sus atribuciones, fueron excluidas de la consulta 3 figuras de mucha relevancia como Juan Manuel Galán, Sofía Gaviria y Vivian Morales, a quienes se les aplicó el delito de opinión en un partido que es fruto acumulado de los grandes cismas, disidencias, herejías e irreverencias que sacudieron a Occidente desde los tiempos de Lutero, Rousseau, Diderot y otros (todos excomulgados, por cierto) hasta nuestros días. Disentir es el único ejercicio, o pecado - como se le quiera llamar - que el liberalismo no puede castigar sin renegar de sus principios, vale decir, de lo que le dio origen y perdurabilidad.
Cabría preguntar cuántos votos se perdieron en la costosísima consulta de marras (el precio, que es para el Liberalismo una vergüenza que pagará caro en los comicios venideros) con la eliminación arbitraria de los aspirantes citados.
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Resumiendo, digamos que lo primero que se le exige al jefe de un partido de suyo heterogéneo y multiforme es neutralidad cuando de decidir internamente la candidatura presidencial se trata, pues él es el árbitro de la contienda. Como tal en lo posible evita que aquel quede fracturado, expuesto a los azares del escrutinio o condenado a la derrota, que en este caso implicaría su práctica desaparición.