Casi toda la acción del Estado se agota en perseguir, investigar y judicializar a los jóvenes marginalizados, pero se invierte muy poco en evitar que los niños se conviertan en esos jóvenes propensos al crimen.
La actual Alcaldía de Medellín recibió la ciudad en 2016 con una tasa de 20 (siempre que me refiera a tasa es de homicidios por cien mil habitantes), y nos hizo la promesa de bajarla a 15. La intención fue buena, pero los resultados no lo han sido tanto. Reconozco que la Secretaría de Seguridad y Convivencia se ha preocupado por contratar funcionarios técnicos y bien intencionados, también reconozco que los recursos para esta materia han sido generosos, por no decir exorbitantes. No obstante, las cifran en vez de mejorar, empeoran.
Los analistas de la ciudad se preguntan alarmados por lo que está pasando, algunos hablan de retroceso, de retorno a la década de los noventas, y ponen el grito en el cielo, “¡volvimos a la época de Pablo Escobar!”; otros más cercanos al círculo del Alcalde afirman que dicho aumento letal en la ciudad es el resultado del buen gobierno frente al crimen, de los múltiples desajustes que han logrado generar en las dinámicas del hampa local, y en ese sentido consideran que, de alguna manera, el aumento de las muertes en la ciudad es un buen síntoma. Considero que ambos extremos analíticos son de plano, equívocos y peligrosos, y es menester distanciarse, lo antes posible, de ellos.
En primer lugar, considerar que la historia es una línea recta, una carretera entre el pasado oscuro y el futuro luminoso, es bastante cuestionable, además, creer que solo es posible ir hacia adelante o hacia atrás, es también reduccionista. Es decir, si las muertes no bajan nos estamos devolviendo, o si las muertes disminuyen estamos avanzando. Ir y volver, como dentro de una película de ficción de los años ochenta. Lo cual es desde el punto de vista físico e histórico imposible.
En los años noventa la tasa de homicidios llegó hasta el techo nefasto de 389 homicidios por cien mil habitantes, equivalente a 6.809 asesinatos, y al final de la alcaldía de Aníbal Gaviria la tasa quedó en 20, es decir 496 homicidios. Mientras que, con la actual administración terminamos el 2017 con 582 y el 2018 con 626 homicidios. Todo esto para decir lo siguiente, compararnos con la década de los noventa es un gran despropósito, pues la magnitud de las cifras no lo permite, hay una reducción de la acción letal en más de un 90%; pero, creer que la actual administración de la seguridad y la convivencia ha desempeñado un excelente papel, también es un error.
Con un agravante, el enfoque con el cual se están tramitando las conflictividades del Municipio es anacrónico y tiende a construir mayores rencores en contra de la fuerza pública. El grueso de la capacidad operativa del Estado local se enfoca en securitizar a los varones, jóvenes de estratos 1, 2 y 3, produciendo un gran etiquetamiento social y ampliando la asimetría en cuanto a los servicios de seguridad. Casi toda la acción del Estado se agota en perseguir, investigar y judicializar a los jóvenes marginalizados, pero se invierte muy poco en evitar que los niños se conviertan en esos jóvenes propensos al crimen.
Siendo leal a la verdad, existen programas de prevención social del crimen, con estrategias interesantes (Jóvenes R, Sello Joven, Proyecto parceros, 123 social, entre otros). No obstante, mi argumento apunta a que el balance debe modificarse, tenemos demasiados recursos puestos en vigilar y perseguir, y muy pocos en prevenir y resocializar.
La seguridad de una ciudad debe tener un macro-molde, un enfoque, un lineamiento especifico. Aumentar el número de policías y de capturas, y hacer parar a todas las motos de bajo presupuesto para una requisa, no constituyen en sí una política pública de seguridad. En Medellín existe una Política Pública de Seguridad y Convivencia, aprobada por el Concejo Municipal (Acuerdo 21 de 2015), la cual guarda muy poca relación con las estrategias de seguridad que se han implementado en la actual administración.
Es urgente que volvamos a pensar en la reducción en las tasas de homicidios, y en sus estrategias, para que, en algún momento dejemos de ser los analistas tan homicidio-céntricos y nuestros líderes tan inmediatistas, y así, sucesivamente… empecemos a preocuparnos por medir otras cosas como: la percepción de seguridad, el desarrollo económico, o la calidad de nuestra democracia y sus instituciones.