Una periodista de EL MUNDO aceptó el reto de ser infante de marina por un día, junto a otros comunicadores del país, para no solo conocer la labor de esta división militar sino también para experimentarla en carne propia.
Anfibios! Ese fue el grito de guerra que durante todo un día un grupo de periodistas usó mientras dejaba las cámaras y el computador para remplazarlos por un camuflado, un rifle M16/M4 y todo un equipo de campaña a cuestas para ponerse las botas de un infante de marina.
Después de un largo viaje por tierra, a las 8:00 de la mañana las puertas del Centro Internacional de Entrenamiento Anfibio (Ciean), de la Infantería de Marina, en Coveñas, se abrieron para el equipo de periodistas que, tras cruzar el umbral, se convirtieron en infantes de marina en entrenamiento.
Bajo un cielo nublado, una brisa esquiva y una humedad relativa bastante alta, el camuflado parece convertirse en una especie de horno, aumentando la sensación térmica en unos dos o tres grados más que la real; mientras que las botas, pesadas para caminar, pero completamente funcionales para las labores de patrullaje, marcan surcos en la tierra humedecida demostrando que alguien está cuidando el lugar de cualquier tipo de ataque o amenaza.
“Somos marinos con alma de soldados”, es parte del saludo oficial del coronel César Augusto Triana, comandante del Ciean, aclarando que quienes llegan a formar parte de la infantería de marina se preparan en búsqueda y rescate, supervivencia en el agua, asalto aéreo y armas de fuego. De allí la denominación del grito de guerra: “Anfibios”, seres que se mueven perfectamente entre la tierra y el agua y que, en el caso de los infantes, debiéndose al agua, pueden proteger los litorales.
“Llevamos en la espalda el peso del azul de la bandera”, agrega el coronel Triana para explicar esa devoción de la Armada Nacional, tanto en la Infantería de Marina como en la Naval, para dedicar su vida a ser la primera línea de defensa de la soberanía nacional en el mar, simbolizado en la franja azul de la bandera de Colombia.
El descanso había terminado, camuflado puesto, botas calzadas y saludo protocolario efectuado, comenzó el compás de un trote marcado con la voz del drill instructor, el instructor encargado de enseñar la disciplina, el porte del uniforme y dar la bienvenida a la vida militar. “Izquierda, izquierda… izquierda, derecha, izquierda”, seguido por un canto de guerra que marcaba el mismo compás. El calor sube a medida que un escuadrón de novatos cursan el Ciean para llegar a la primera prueba que pondría a prueba los nervios de acero de los nuevos reclutas. Por un día, pero reclutas.
Una torre de cerca de doce metros y medio de altura, con un patín de helicóptero en la máxima altura esperaba por los periodistas. Una prueba no apta para quienes temen a las alturas.
Ataviados en un arnés y un casco de seguridad, además de los guantes de carnaza para maniobrar la cuerda, la primera misión era llegar hasta el último piso de la torre. La brisa en la cima sí se sentía, lo que no pasaba abajo, y el horizonte que se divisa de la costa a pocos metros empezaba a tornarse curvo, tal como sucede cuando se mira el mar desde una gran altura.
“Te paras de espalda en el patín. Sí, así…”, es la primera orden del instructor. Tal como lo pide, el equipo periodístico sigue las órdenes. En ese punto el vértigo es inevitable. Las manos y las piernas tiemblan y el temor se toma el cuerpo por completo.
“Ahora descarga el cuerpo hasta atrás, mano fuerte atrás con la cuerda, dejándola pasar, la otra tomando la cuerda adelante… ¡Listo! ¡Déjese ir!”, es lo último que se escucha antes de separar los pies del patín y dejarse a merced de la altura, el viento, una cuerda y otro instructor en el suelo.
El viaje dura solo unos pocos segundos, pero es de esos segundos de lo que depende el éxito de una misión de asalto aéreo que otorga el factor sorpresa a las tropas a la hora de enfrentar a un enemigo. Después del derroche de adrenalina, una ración de campaña no se ve tan mal como parece.
Tal vez no está servida en la mejor vajilla ni traiga cuchara, pero con hambre y en el monte, unos fríjoles con salchicha empacados al vacío se convierten en el mejor manjar.
Un infante de marina no debe estar preparado solo para nadar y accionar un fusil, por eso el siguiente paso para el equipo periodístico es aprender artes marciales que permiten al militar enfrentar un encuentro cuerpo a cuerpo.
Puños al rostro, codazos a las costillas, patadas y hasta una que otra llave pasaron a ser parte de los conocimientos y habilidades adquiridas no solo por los aspirantes a infantes de marina, sino también por el equipo periodístico que aceptó el reto de calzarse las botas de ellos.
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Las detonaciones anunciaron la llegada al siguiente entrenamiento. Un grupo de fusiles M16/M4, 35 cartuchos de munición y un objetivo a 50 metros esperaban para recordarle al equipo periodístico que en ese momento eran militares.
Así, tendidos en el suelo, soportando el peso de unos cuatro kilos del fusil y apuntando al frente, comenzaron las detonaciones.
El olor a pólvora sofocante no solo afectaba la facultad para respirar, sino también la visión. Costaba apuntar al blanco.
En ese momento es fácil darse cuenta de lo que enfrentan los infantes de marina o los soldados en el monte. Si bien los comunicadores no tenían más presión que las órdenes de los instructores, los bien llamados “héroes de la patria” enfrentan lo incierto. Escuchan detonaciones pero es difícil reconocer si es fuego amigo o enemigo. Caminan por los campos esperando no posar sus pies en las minas sembradas y la intensidad de las labores los separan durante horas o días de sus familias. Y, aún así, cuando llega el día de jurar bandera, lo hacen enérgicos, con el orgullo marcado en sus rostros y en frente de sus familiares, amigos y novias, demostrando que pertenecer a esas filas es mucho más que un honor.
Elegir esa vida, sacrificar hasta la propia vida por defender la soberanía y al mismo pueblo, comenzar los días a las tres de la mañana y a veces empatarlo con el siguiente, solo por sentir esa vocación protectora es algo que solo se comprende cuando se está en sus zapatos, o mejor, en sus botas.
Tener el arma en las manos y ser consciente de que con ella se puede proteger, pero también acabar con una vida es una responsabilidad tan inmensa que una vez terminado el ejercicio de tiro, el equipo periodístico entrega ese elemento de poder con una visión diferente y comprende, al final del día, una de las frases que escuchó en la bienvenida: “Infante de marina un día, infante de marina siempre”.
Contrario a lo que sucede con el Ejército, los jóvenes que quieren cumplir su servicio militar obligatorio en la Infantería de Marina de Colombia solo tienen un lugar para hacerlo: el Centro Internacional de Entrenamiento Anfibio (Ciean) de la Infantería de Marina, en Coveñas. Hasta allí, cada tres meses llegan cerca de 3.000 jóvenes, de forma voluntaria, para cumplir con el requisito que les impone la ley, pero también porque buscan prepararse en un nivel diferente al Ejército y la Policía y así “cargar con el peso del azul de la bandera”, la forma en la que se refieren a proteger los litorales, las riveras y defender la soberanía del país en el mar.
Dentro de la preparación que reciben los infantes de marina está la labor de desminado humanitario impartida por dos militares provenientes de Brasil. Allí se hace énfasis en los procedimientos para ubicar, descubrir, identificar y desactivar un artefacto explosivo. Así, una vez descubierto un artefacto explosivo, el equipo especializado limpia la zona, remueve la tierra con cuidado y tras identificar la cantidad de explosivo, pone una carga explosiva cerca para que, al detonar, detone también la mina ubicada.
Desactivar una sola mina puede tardar entre hasta ocho horas, dependiendo de la zona y las características, lo que contrasta con el tiempo de instalación, que es cuestión de dos minutos.