Veinte o veintiún asesinados en los diecisiete días que llevamos de este mes de enero (fecha en la que escribo el artículo), es toda una calamidad para una sociedad que dice vivir en medio de la civilización.
El asesinato de líderes cívicos, especialmente en regiones donde abundan los cultivos ilícitos, la minería ilegal, la usurpación de tierras y la presencia de grupos ilegales, es alarmante y debe obligar al Gobierno y a la sociedad a una profunda reflexión sobre lo que sucede y estudiar la forma de ponerle fin a este desangre que parece no conmover a la población. En lo que va corrido del año, el número de los asesinatos ha sido superior a los días transcurridos del año nuevo.
No parecemos ser una sociedad que dice llamarse cristiana o estar incrustados en una comunidad civilizada. Se está anegando el territorio nacional de sangre de compatriotas, seguramente muchos de ellos comprometidos en la lucha por la legalidad: o reclaman las tierras que les fueron despojadas, o lideran procesos de sustitución de cultivos, o defienden el medio ambiente que estamos arrasando a pasos agigantados. Son, en resumidas cuentas, los diques que debería estar liderando y apoyando la institucionalidad, para que los ilegales no prosperen, ni avancen.
Lamentablemente lo más dramático del cuadro que estamos viviendo es la indolencia generalizada. Pareciera que no sentimos, que el dolor ajeno no nos conmueve, que la sangre de personas con algún liderazgo en tierras de conflicto no tocara con nosotros. Es tal vez lo más doloroso de esta catástrofe humana. Nos aterran más los resultados positivos en una muestra de orina o sangre de un deportista. Nos desvela más el resultado nocturno de algún reallity que se presenta en nuestra televisión. No pareciera ser con nosotros el horroroso holocausto que está sucediendo, la barbarie que padecemos. Veinte o veintiún asesinados en los diecisiete días que llevamos de este mes de enero (fecha en la que escribo el artículo), es toda una calamidad para una sociedad que dice vivir en medio de la civilización.
Duro decirlo y aceptarlo: al Gobierno se le salió el tema de control. No se ven las medidas efectivas que pongan fin a la muerte. Pareciera que marcháramos sin brújula, sin guía, que no existe alternativa distinta a ver caer y enterrar a la gente que lucha por las reivindicaciones de sus vecinos, para que luego figuren en unas vergonzosas estadísticas.
Los partidos políticos, los gremios, las corporaciones públicas, las iglesias, con excepción de uno o dos valerosos obispos, guardan cómplice silencio. Todos, tan acuciosos en otras ocasiones, aquí parecieran complacidos observar lo que sucede. Me resisto a creer que es una actitud pensada y cómplice y que más bien el tema se ha vuelto tan reiterativo y de común ocurrencia, que se les convirtió en paisaje.
No es un problema surgido en este Gobierno, ni más faltaba, viene de atrás, pero no se puede negar que se ha intensificado en el actual.
Otra tragedia, de la que me ocuparé en otro momento, es la que viven los reinsertados de las Farc. Creyeron en el Estado, confiaron en un proceso de paz, le apostaron a ponerle fin a la violencia, están dedicados a cumplir lealmente con lo que pactaron y los estamos dejando asesinar impune y brutalmente.
Definitivamente estamos en tiempos de barbarie.