El nombre de Lídice nunca caló en las gentes de nuestro barrio, aunque con el tiempo nos fuimos olvidando del de Berlín y nos quedamos con el sonoro nombre de Aranjuez.
El premio Simón Bolívar a la vida y obra de un periodista fue concedido hace poco a Juan José Hoyos, nacido también en el Barrio Aranjuez de la comuna nororiental de Medellín, reconocido escritor de quien he sido admirador por sus crónicas citadinas y por su libro Tuyo es mi corazón, novela romántica sobre la vida de nuestro barrio en los años 80, signado por el crimen y la violencia, que nos estremeció durante las dos últimas décadas del siglo pasado. Este premio y la deliciosa crónica sobre Juan José del también paisano Oscar Domínguez, revolcaron mis nostálgicos recuerdos sobre mi querido barrio.
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La historia de la comuna nororiental de Medellín se remonta a la década de 1910, cuando esos terrenos, conformados por una topografía suavemente ondulada, eran aprovechados por grandes fincas ganaderas y algunas pequeñas parcelas con casas de recreo, “veraneaderos” como se llamaban en aquellos tiempos. Una de esas parcelas fue de mi abuelo, el maestro albañil José Sebastián López, quien, por causa de la Guerra de los Mil Días y consecuente cierre de la Escuela de Minas a donde había llegado desde su natal Rionegro para iniciar estudios de ingeniería, tuvo que abandonarlos para dedicarse a la construcción de iglesias en los pueblos de Antioquia, tales como las de Yarumal y Girardota, así como de residencias familiares en el Barrio Prado, a donde se estaban mudando las clases altas de la ciudad.
Los terrenos nororientales de la ciudad dieron lugar a los barrios de Berlín en la parte alta y Aranjuez en la parte baja, donde a partir de la década del 30 se empezaron a asentar campesinos que llegaban a la ciudad en busca de empleo en la naciente industria fabril, migración ésta que se incrementó con la llegada de numerosas familias liberales desplazadas por la violencia partidista de los años 50. Como la mayor parte de las tierras de la comuna eran de liberales, con el triunfo del Partido Conservador en 1946 a nuestro barrio no llegó la inversión pública en infraestructura y servicios públicos, lo que hizo que las tierras en las partes altas de Berlín perdieran valor y se configuraran como asentamientos subnormales, en su mayor parte dentro de zonas de alto riesgo. Como testimonio de gratitud, los descendientes de los primeros pobladores del barrio, acogidos por los antiguos propietarios de la tierra, todavía siguen votando por el Partido Liberal.
Por causa de la derrota nazi en la segunda Guerra Mundial, el nombre de Berlín por decreto se cambió por Lídice, una pequeña población de la antigua Checoeslovaquia destruida por los ejércitos de Hitler. El nombre de Lídice nunca caló en las gentes de nuestro barrio, aunque con el tiempo nos fuimos olvidando del de Berlín y nos quedamos con el sonoro nombre de Aranjuez para toda el territorio, que se extendía desde el Río Medellín al occidente hasta la antigua carretera a Guarne al oriente.
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En la finca Lourdes de mi abuelo que compartía con mi padre José Gilberto, también maestro del palustre, nací y viví hasta principios de la década de los 60. Ese fue el rinconcito de mi niñez y primera juventud, donde mis padres y abuelo me mostraron las primeras letras y me iniciaron en el maravilloso mundo de la lectura, sumado al amor por el campo y el trabajo. En Aranjuez también conocí a mi esposa Victoria.
En mi infancia quien aspirara a continuar con estudios de bachillerato tenía que buscar los colegios del centro de la ciudad, como lo hicimos mi hermano Sebastián y yo, cuando de la Escuela Epifanio Mejía nos pasamos a la preparatoria Julio Cesar García, antesala del Liceo Antioqueño de la Universidad de Antioquia.
En mi barrio las únicas entretenciones de los muchachos de los 50´s eran el fútbol jugado a “pata limpia” en las mangas de Quinta Pelayo, vecina del Bosque de la Independencia (hoy El Jardín Botánico Municipal) y en las mangas de los Cock en los límites con el Barrio Manrique, así como los matinales dominicales en el Teatro Aranjuez. Pero lo mejor de todo era plantarnos en una esquina a mirar las muchachas, “niñas tiernas de gran corazón”, que desfilaban las tardes de los lunes hacia la iglesia de San Nicolás de Tolentino a rezar la novena del santo y a comprar sus “milagrosos” panecillos. Antes nuestra iglesia, situada a un costado del inmenso parque del barrio, se llamaba San Francisco de Asís, pero cuando surgió el nuevo santo se renombró, como lo aconsejaban las mejores prácticas del marketing. Los fines de semana nos arrullaba la música tanguera, soplada a todo volumen por los parlantes de los “centros cívicos” (las antiguas juntas de acción comunal) y por los “pianos” (rocolas) de los cafetines; de ello aún conservo en mi memoria los acordes melodiosos de la orquesta argentina de Julio de Caro de moda en el Bar Moravia, cuyos ecos subían por el cañón de la quebrada del mismo nombre hasta nuestra casa, situada a más de 3 kilómetros aguas arriba (“Chucho” Vallejo Mejía, vos también tuviste que oír esos mismos compases en la finca de tu abuelo). En fin, una pura vida pueblerina con gentes buenas en su mayoría de origen campesino, que al centro de la ciudad todavía seguíamos llamando Medellín a secas.
Hoy todo ha cambiado y para bien. Una vez superada la delincuencia asociada al narcotráfico, con el Metroplús y demás obras de infraestructura en el barrio se está operando una verdadera renovación urbana, unida a un mejoramiento socioeconómico y cultural de sus pobladores. Un Aranjuez muy distinto al pequeño poblado que conocí en mi juventud y de la degradada barriada de finales del siglo pasado
P.S. Celebro el triunfo de Humberto de la Calle en la consulta liberal del pasado domingo, primer escalón para llevar a este gran estadista y hombre de paz a la Presidencia de la República.