Una antropología que fundamente la educación es un instrumento de muy alto nivel para guiarnos a la sabiduría, a la que sólo llegaremos por cuenta tanto del conocimiento como del amor.
Desde hace unos meses he dedicado mis lecturas a la antropología filosófica. Pasando páginas tras páginas y deteniéndome siempre en los conceptos de persona – humanidad – hombre, fui subrayando algunas cosas que me gustaban y las fui llevando a un texto aparte, como arsenal de un hombre que quiere ser mejor escritor y al que sin duda esta tribuna le está permitiendo aprender y aprenderse. Vayamos muy atrás, al tiempo de la literatura homérica donde es evidente la falta de conciencia de la unidad y la autonomía de la vida psíquica del hombre: Las decisiones humanas se relacionan inmediatamente con decisiones de los dioses. En los trágicos griegos, el hombre se debate entre sus pasiones, su conciencia de libertad y la sensación de un destino que se cumple inexorablemente y que acaba con la muerte siempre misteriosa. Aunque estos no tuvieron propiamente al hombre como centro de su reflexión, como sí lo fue la naturaleza. Más adelante Sócrates sí centró su reflexión sobre el hombre, sobre la posible búsqueda y consecución de la verdad, sobre la dignidad humana, el conocimiento de sí mismo y la vida conforme a las normas morales que dictaba la razón. Desde ese momento en adelante la antropología es parte fundamental de la filosofía. Les confieso, hace mucho me he detenido en la obra de Santo Tomás de Aquino y, aunque es un riesgo leerlo sin método y disciplina, hay algunas anotaciones que me parecen relevantes en la manera como la educación debería seguir agudizando su fundamentación filosófica desde una antropología que lo conecte con la razón de ser de la educación.
Para el Doctor Angélico, el hombre es un ser situado en las fronteras de lo material y de lo espiritual porque es un ser en el que dos substancias incompletas, cuerpo y alma se funden para formar una naturaleza completa, singular. Creer que como seres humanos somos un producto terminado, es un despropósito sobre el cuál muchos “académicos” han caído. Grave riesgo, sobre todo si tenemos en cuenta que los intelectualismos como los academicismos han deteriorado la relación del hombre con su propio proceso educativo. Estos abundan en las universidades y han creído que, entre más posudos, escépticos, criticones y opinadores, más académicos son. Si algo hace bien la educación es conectar a las personas con su propia alma humana, que ocupa un ínfimo lugar la dimensión espiritual, que nos ayuda a trascender. Cuando somos conscientes de lo que somos, cuando nuestro interior es sometido permanentemente al espejo de la vida misma, entendemos que no nos podemos privar de una educación que afecte nuestro ser, que transforme nuestro saber y que nos impulse al buen hacer. Por eso es fundamental una antropología, además, porque en ese proceso los detalles, los más simples, cuentan tanto que se hacen imprescindibles las más bellas emociones, esas que nos llevan a admirarnos, asombrarnos, a vernos a los ojos y poder decirnos que tanto nos queremos, que tanto necesitamos de otros.
Si quienes trabajamos en ambientes educativos conversáramos más sobre estas cosas, muy seguramente tendríamos otros habilitadores en las aulas, otras formas de estructurar los currículos, otras mediaciones para hacer que la misión de educar se dé. El fin último del hombre es su felicidad, en eso me aparto de quienes creen que es un proceso, ya que, como fin, tiene sentido orientar la vida desde la verdad, mientras que, como proceso, corremos el riesgo de perder la mirada en los fines y perdernos en las mediaciones. Una antropología que fundamente la educación es un instrumento de muy alto nivel para guiarnos a la sabiduría, a la que sólo llegaremos por cuenta tanto del conocimiento como del amor.