Esa sencilla joya ciudadana está amenazada, no sólo porque las nuevas generaciones la usan menos, sino también por el temor reinante cuando se sale a la calle
Quién no tiene muy bien guardados los recuerdos de los años en que la calle, principal sucursal de la casa, hacía más atractivo estar afuera que dentro. Aquellas infancias, cada vez más esquivas en años recientes, encierran toda clase de historias y hasta podrían ser materia de una división entre los niños crecidos con calle al lado y los que han tenido que conformarse con ver la puerta de casa siempre cerrada.
Era la época en que no se necesitaba ir al parque enrejado, la unidad deportiva o el centro comercial para que los papás estuvieran más tranquilos y los hijos, de muchas edades, se divirtieran en grande y casi a ningún costo.
Cada cuadra era un espacio seguro para pasar interminables horas charlando de cualquier cosa, jugar el juego de moda o el infaltable fútbol, con la pelota que fuese. En otras palabras, lugar donde las victorias, amores tempranos, derrotas, frustraciones o alegrías eran alimento diario simplemente vivido, con poca o ninguna noción de la potencia formativa de aquel ritual constante, lleno de códigos infalibles y grabados en la memoria para siempre como el silbido o el grito previamente convenido. Eran el equivalente rústico del chat o las actuales señales informatizadas. Cuántos son hoy lo que la calle les dictó. Sin esa calle nuestra memoria sería también otra cosa.
Pero, las amables y bulliciosas calles poco a poco y en cada lugar por motivos que bien conocemos, como la brutal violencia propiciada por el narcotráfico en Medellín, pasaron a ser hostiles y perdieron su amigable colorido original. Por el contrario, se han tornado peligrosas, motivo de riesgo, razón de advertencia. Cuidado, no lleves la bolsa, ojo con cualquier cosa que te pongas encima; ni se te ocurra utilizar el celular, agarra bien el maletín y otras tantas frases convertidas en alerta cotidiano.
Como en muchos otros ámbitos de la vida diaria, las imágenes repetidas de incidentes callejeros, divulgadas por la televisión y otros medios, moldean creencias a las que la percepción colectiva, con fundamento o sin él, les asigna niveles de riesgo, a veces hasta mayores que los reales. Y así, ese factor contribuye a que las familias se refugien en el espacio donde viven porque ya es moneda corriente que en la calle no se está a salvo y que incluso no sería mala idea formarse en artes marciales para estar mejor preparado frente a cualquier amenaza.
Sin embargo, ha sobrevivido en las ciudades colombianas (mientras en los pequeños pueblos y en el campo continúa vigoroso) un rasgo amable de la convivencia urbana que se resiste a morir: el saludo en la calle. Ese pequeño y agradable gesto siempre oportuno y bienvenido que alegra como aire fresco la coincidencia fugaz de los transeúntes.
Quien lo practica, porta y multiplica un patrimonio social que contribuye a hacer el espacio público más humano. El saludo aproxima momentáneamente a personas que no saben nada una de la otra, independientemente de edad, sexo o condición social y el solo deseo de una buen día o buena tarde, desactiva la indiferencia y tiñe de calidez el lugar donde se produce el saludo.
Hay que reconocer, sin embargo, que esa sencilla joya ciudadana, está amenazada no sólo porque las nuevas generaciones la usan menos, sino también por el temor reinante cuando se sale a la calle. Lamentablemente, en muchos países donde alguna vez existió, se ha perdido tal vez para siempre y hasta puede ser respondido con expresiones de desdén o disgusto.
Afortunadamente, en Colombia hace aún parte de la cultura y desde luego caracteriza al ser paisa. Que sobreviva, sin embargo, no puede ser simplemente dejado al azar o al dictado de las calles. Aquí hay una sencilla y agradable tarea para familias, colegios y espacios donde las personas se dan cita. Debe ser protegido desde temprano en la vida y a los adultos nos toca multiplicar esa semilla.