No se trata del remedio frente a la malsana realidad que nos acosa, pero sí de un antídoto práctico y efectivo para contribuir a la tarea diaria de familias y maestros.
Desde que ocurrieron la prensa se ocupa de ellos con sospechosa insistencia porque, bien sabemos, la línea divisoria entre el interés genuino y el afán por el rating es muy delgada, puede incluso ser una combinación de ambos. Sin embargo, es innegable que las grandes empresas de comunicación le sacan rédito a las tragedias. Se trata de casos recientes de sevicia y crueldad contra niños, peores que muchos de los anteriores, cuyo detalle no hay que repetir.
Una y otra vez se evidencia en la mayoría de los casos que los agresores están cerca de los niños y se trata de personas que, haciendo parte de su entorno familiar, se han ganado su confianza. El malhechor traiciona esa apertura y por motivos que la razón no entiende ataca a criaturas indefensas. El 94% de los agresores son familiares o seres conocidos, más de la mitad hombres. No sólo eso, entre 2016 y 2017 hubo 20% de aumento de casos denunciados de violencia contra niños, más de la mitad mujeres. Cuando empezó el registro, en 2011, fueron 824 casos, el año pasado 3,977.
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Están también las situaciones de extrema indolencia como el de la madre prostituta de Bogotá que encargaba a su hija de 3 años a quien pudiera hacerse cargo de ella, hasta que fue víctima del agresor que la puso en manos de Medicina Legal, gravemente abusada.
En el sórdido mundo de la violencia contra la niñez la actuación de las entidades públicas es insuficiente si no ineficaz y casi se circunscribe al registro de los hechos, cuando no a justificar sus omisiones. La niña de Bogotá estuvo bajo cuidado del Icbf meses antes del hecho que la puso al borde de la muerte.
El Estado seguirá haciendo su trabajo, aunque mal podemos confiar en su labor para cambiar el incesante ritmo de hecho violentos contra niños y niñas. La búsqueda inevitablemente nos lleva al campo educativo y al cultivo de relaciones positivas en el ámbito familiar.
Hace más de un siglo María Montessori abogó a favor de un método educativo capaz de hacer frente a los efectos psicológicos de la guerra en la niñez y aunque ahora se trata de una violencia distinta, sus 19 recomendaciones a los padres de familia son más que pertinentes; fuente de esperanza para las familias y, desde luego, orientación certera para el magisterio.
La pedagoga italiana sintetizó en breves y sencillas frases complejos conocimientos sobre la psicología infantil. No sólo eso, presentarlas como recomendaciones a los padres y por extensión a los adultos responsables, era una manera de estimular el cuidado empático de los niños, alejándolos de cualquier forma de maltrato.
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Los mandamientos montessorianos dicen entre otras cosas que “los niños aprenden de lo que los rodea”, si se les critica aprenderán a juzgar, pero si, por el contrario, se los elogia con regularidad, aprenderán a valorar. El trato hostil les enseñará a pelear y si somos justos con ellos aprenderán a ser justos. Ridiculizarlos los hará tímidos y darles seguridad mientras crecen favorecerá su confianza en los demás. Aceptar sus ideas, enseñará al niño a sentirse bien consigo mismo. Decía también la pedagoga italiana: “Si el niño vive en una atmósfera amigable y se siente necesario, aprenderá a encontrar amor en el mundo”. Nada de lo anterior es nuevo. Su virtud está en la forma en que las ideas fueron agrupadas y en la recomendación de que sean llevadas a la práctica con constancia, acompañando cada día de la vida de niños y niñas a medida que van creciendo.
Testigos como somos de la multiplicación y agravamiento de los hechos de violencia contra la niñez, el legado de María Montessori adquiere renovado valor. No se trata del remedio frente a la malsana realidad que nos acosa, percibida en gran medida como un asunto policial y jurídico, pero sí de un antídoto práctico y efectivo para contribuir a la tarea diaria de familias y maestros.