El nuevo gobierno no puede seguir pasivo ante un hecho que exige un tratamiento a la vez humanitario, económico y de orden público mundial.
Nadie sabe si realmente hubo un atentado contra Maduro, pero lo que sí se sabe es que en Venezuela se desencadenó una nueva y más intensa caza de brujas. En este suceso, sin embargo, no puede faltar la nota cómica, inevitable por la vulgaridad y la ignorancia lumpen-proletaria del señor presidente de la República Bolivariana de Venezuela, cuando acusa a Juan Manuel Santos de estar detrás del presunto minicidio. Esta vez no acusó a Uribe, a Duque ni a la CIA, para ensañarse en su exmejor amigo, vaya usted a saber por qué, siendo que ambos son piezas muy importantes dentro de la estrategia continental castro-chavista.
Los colombianos, que hemos tenido que soportar a Santos durante ocho interminables años, bien sabemos de qué es capaz en materia de traición, prevaricato, violación de la Constitución, despilfarro de recursos, compulsiva mendacidad y hasta negocios sospechosos, pero también sabemos que la de propiciar un atentado contra la vida de Maduro es la primera acusación inverosímil, ridícula y grotesca que se le hace.
Como pastorcitos mentirosos, los dictadores, y más de un candidato (antes para ganar votos, y después, para seguir posando de víctima) apelan a denunciar planes para matarlos. Fidel Castro acusó varios centenares de veces a la CIA de intentar eliminarlo, lo que llevó a Chávez a imitarlo en unas treinta ocasiones… Desde luego la CIA no era incapaz de matar a esos dos, pero el recurso de imputarla siempre da rendimientos políticos, aunque decrecientes, a medida que la gente se cansa de esa monserga.
Nadie puede negar que, en el arsenal de los servicios secretos y del espionaje, siempre se considera el asesinato de líderes incómodos, pero a este recurso se apela cada vez con menor frecuencia, porque resulta generalmente contraproducente. Parece, entonces, en los días que corren que el asesinato político es más bien un recurso de política interna, sin desconocer que muchos son obra de maniáticos y desequilibrados.
Como es impensable una intervención militar de los Estados Unidos sin el apoyo unánime de los timoratos y ambiguos gobiernos latinoamericanos, el Departamento de Estado está pensando que Maduro se cae solo, que basta esperar un tiempecito…
Aunque la gestión económica de Maduro es peor incluso que la de los Castro, mientras siga contando con fuerzas militares y aparato represivo, no caerá. Sus patrones en Cuba llevan 59 años, y Mugabe, también con inflación de millones por ciento, duró treinta y siete.
Por tanto, no se puede seguir dando largas al problema de los desesperados y famélicos emigrantes venezolanos. En Brasil, un juez acaba de ordenar el cierre de la frontera. En Colombia, Santos no hizo nada, y ahora están pasando al Ecuador, rumbo a Perú y Chile, creando problemas que ya han ocasionado la prohibición de recibir en esos países a quienes no presenten pasaporte, medida que agrava la situación en nuestro país.
Sin llegar todavía a las cantidades de emigrantes hambrientos del Medio Oriente, África y Centroamérica, el éxodo venezolano ya supera el millón de personas en Colombia, mientas se habla de 500.000 en Ecuador y de otros tantos en Brasil. Ninguno de esos tres países puede acogerlos sin crear igual número adicional de desempleados propios. Por esa razón es urgente acudir a la ONU, a ver si por fin interviene acertadamente.
Como el Consejo de Seguridad es incapaz de ordenar una intervención militar que salve a Venezuela, por lo menos hay que pedirle que organice y sostenga campamentos de refugiados, situación preferible a seguir tolerando la mendicidad, la prostitución y el latrocinio por parte de esos pobres expulsados por el hambre y la miseria producidos por el castrochavismadurismo, que cuando consiguen trabajo son explotados sin misericordia.
Si lo que quería Santos tolerando impasible esa triste invasión era incrementar la miseria en Colombia para favorecer el desorden propicio a la revolución, el nuevo gobierno no puede seguir pasivo ante un hecho que exige un tratamiento a la vez humanitario, económico y de orden público mundial.
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Pretender que la democracia pueda coexistir con un tribunal estalinista y una comisión deformadora de la verdad, es vana ilusión en un país que contempla impasible todos los despropósitos, desafueros e interpretaciones torcidas de una corte constitucional empeñada en destruir los fundamentos mismos del estado de derecho y la civilización política, que hunden sus raíces en el Cristianismo, la Ilustración y la racionalidad económica.
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Pregunta para la Corte Constitucional: Si mediante una simple resolución, el Congreso puede poner en vigencia lo que el pueblo rechazó en un plebiscito, ¿por qué no pueden las Cámaras modificar una ley sobre la JEP y fijar penas para los delitos?
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Acabo de leer El Imperio Británico: Cómo Gran Bretaña formó el orden mundial”, de Niall Ferguson, apenas regular.