Los animales nos enseñan con su presencia y compañía nuevos sentidos que debemos reaprender
Cuando nos planteamos el tema del alcance de lo animal en el ser humano es importante recordar que la pregunta se ha reformulado muchas veces y siempre se ha tenido en los animales un referente para pensar nuestra propia especie. Aristóteles define el ser humano como animal y lo hace diciendo que somos al mismo tiempo racionales y políticos. Con la generalización de la visión judeo-cristiana se abandonó esa visión y de acuerdo con el texto bíblico, que fue aceptado como verdad revelada, se pasó a pensar por mucho tiempo que, tal como lo dice el Génesis, el ser humano fue creado a imagen y semejanza de Dios y se le dio el poder de dominarlo todo. Se lo puso así en un falso pedestal desde el cual miró por siglos lo animal como lo dominable o lo despreciable.
Durante mucho tiempo se mantuvo esta visión y hasta el cuerpo humano fue objeto de una censura que podemos leer en el arte. El arte grecorromano es rico y sensual al mostrar la piel, la musculatura y la belleza de nuestro ser biológico. La imaginería cristiana deja por el contrario algunos rasgos de lo animal para mostrarnos el mal o el demonio como cachos, pezuñas, cola, pelaje abundante.
Con el Renacimiento vuelve a aparecer el interés por eso que tenemos en común con los animales y es el nuevo despertar de la humanidad a las preguntas por nuestro origen y el interés por la importancia de las pasiones y los sentidos. Con la Modernidad se va a dar una nueva importancia a lo animal. Es célebre la expresión de David Hume cuando afirma que siente que tiene más en común con su perro que con los rudos marineros del puerto de Bristol en Inglaterra. Se dio pues en la Modernidad un redescubrimiento de lo animal y una bella revalorización que tiene una simpática expresión en el regaño de Schopenhauer a su perro cuando se portaba mal invitándolo a que no fuera tan humano.
En este tema de reflexión ninguna otra idea en la historia de la cultura humana ha tenido una trascendencia comparable a la idea de Charles Darwin sobre la evolución de las especies por selección natural. Esta concepción revolucionaria cambió para siempre la visión tradicional que se tenía sobre el origen del hombre y su lugar en el universo. El mito de la creación bíblica fue reemplazado por un proceso de cambios graduales del cual el hombre es apenas un subproducto y no un fin en sí mismo, una especie entre millones, parte de una gran familia cuyo tronco se hunde en un pasado remoto de millones de años de antigüedad.
Con el enorme desarrollo de las ciencias de la vida en el siglo XX ya hemos empezado a entender varias cosas: que nuestro orgullo del pasado nos aleja de la naturaleza, la cual ha sido amenazada por la industrialización y el desarrollo de un capitalismo irresponsable, y se ha dado un interesante pensamiento ambientalista y ecologista que ya sabe reconocer en la naturaleza y en particular en los animales parte del tejido de nuestra vida. En particular los animales nos enseñan con su presencia y compañía nuevos sentidos que debemos reaprender si no queremos hundir la tierra en un oscuro abismo de irresponsabilidad. Repensar nuestra animalidad es volver a pensar el ser alejado de la altanería y la soberbia que amenaza con hundirnos irremediablemente en un desatino permanente y quizás irreversible.