Paisaje de infancia con brochazos y lámparas con sombrero
“Del barrio me voy, del barrio me fui”
Ayer, de Daniel Melingo
La casa, de puerta verde y cuatro ventanas también verdes y enrejadas, estaba en una de las esquinas del parquecito redondeado que tenía el nombre árabe-español de Andalucía. A unas pocas cuadras estaba el límite con el barrio López de Mesa, con un callejón sin salida que tenía una gruesa tapia al fondo, y por el otro lado, hacia el sur, los límites alcanzaban hasta un sector que estaba en inmediaciones de la vieja Calle Arriba, y se llamaba (se sigue llamando así, creo) La Buena Esquina, que era, en rigor, el nombre de un granero mixto. Más allá, hacia el norte, el barrio confinaba con El Carretero, una antigua vía que se construyó para comunicar al centro de Bello con la primera fábrica textilera que hubo en el Valle de Aburrá.
Andalucía tenía su encanto más que todo encajado en el parquecito. Después del parque principal del pueblo con ínfulas de ciudad, el único que había entonces era ese, con bancas de cemento y dos o tres arbolitos. Sus lámparas con una suerte de sombrero o cubierta eran bellas, aunque de noche no iluminaban mucho. En el barrio, de colegialas diversas, unas con uniformes de faldita a cuadros rojos, y otras con una especie de basquiña azul turquí, había cierta limpieza en las calles que ya estaban asfaltadas, a diferencia de otras de la “ciudad obrera”, destapadas y polvorientas (o pantanosas, según el clima).
Creo que fue un cambio brusco el mudarnos de un barrio que tenía un cementerio en ruinas, mangas a granel, un “burro” o cañería a cielo abierto y olores a mangos y naranjos, a este, el de Andalucía, que era más “urbano”, de mejor presencia, aunque, como digo, no era muy vegetal. Muy cerca de la casa, apenas a una cuadra, había otro callejón sin asfalto, empedrado, con casas muy viejas, de tapia y aleros románticos. Tenían varios de aquellos caserones ventanas arrodilladas y al final, sobre una pared, se asomaban árboles de mango, matasano y quizá madroño.
Mi escuela quedaba muy cerca y ya estábamos en los días en que, como nos aproximábamos al paso a bachillerato, habíamos cogido aires menos infantiles y, creo, nuestra mirada era desafiante y altanera. Eso pudo haberlo percibido el profesor Cástor Rave, director del grupo que me correspondió en la Escuela Marco Fidel Suárez, Segunda Agrupación, con el que nunca simpaticé. Andalucía entonces sonaba con cascabeles (“Doce cascabeles”) y en algunas de sus tiendas uno conseguía los cromos del álbum sobre el Mundial de Inglaterra y otro de actores de cine.
En otras casas donde habíamos vivido, y en ese proceso de crecimiento, el mundo de afuera era muy importante, mucho más que el de adentro. Y no porque las casas fueran pequeñas o estrechas, sino porque, me parece, había, además de un encanto particular, una suerte de apertura en que los muchachos de entonces éramos más de la calle que de la casa. La calle era la congregación esquinera, los juegos al aire libre, el fútbol, las largas caminatas hacia quebradas y fincas suburbanas…
Sin embargo, no recuerdo a nadie en particular de aquella vivencia en Andalucía. Ni cuáles eran los tenderos ni siquiera el nombre o apodo de alguno de los pelados del sector. Puede ser porque no duramos por allí más de ocho meses o porque ya era hora de empezar a sentir el desarraigo. Lo que sí era una visión muy atractiva lo constituía un taller de bicicletas. Por entonces, los velocípedos abundaban debido a que, casi todos los trabajadores de las textileras, se desplazaban en ciclas Humber o Philips, equipadas con dinamo, parrilla, corneta y lámpara.
Andalucía, como lo supe después, fue un barrio construido en 1919 por la urbanizadora de Manuel José Álvarez Carrasquilla, Majalc, uno de los fundadores de la Sociedad de Mejoras Públicas de Medellín. El empresario, que era un admirador de todo lo que sonara a España, erigió en Medellín barrios como Aranjuez, La Mansión, Gerona y Sevilla, entre otros.
En el afuera de Andalucía no tuve muchas experiencias callejeras, aunque, igual, ya con compañeros de escuela, armábamos expediciones al Quitasol y largas correrías para asaltar, por ejemplo, los mangos de la finca Salento o las naranjas de Potrerito. Lo que sí tengo patente es una jornada de semana santa, tal vez la procesión del viacrucis, cuando, muy cerca de la casa, y como ya habíamos hecho un recorrido soleado observando muchachas en recogimiento y para mostrar los trajes nuevos, cuando mi hermano Rodolfo sufrió una taranta, que es como le decían en ciertas partes del Caribe a un desvanecimiento. Un golpe de sol, con cansancio de crucificado.
Del adentro, recuerdo que era una casa muy particular en su arquitectura curvilínea, con un patio de baldosas estampadas y unas piezas cada una con ventana a la calle. Había materas con bifloras y novios y alguna con la prodigiosa ruda (mamá siempre decía que no podía faltar esa mata que protegía contra el mal de ojo, las maledicencias del prójimo, los hechizos y otras situaciones de mal augurio). No había solar, que ya era una carencia notoria, porque, de antes, casi todas las otras donde habíamos habitado poseían una buena franja para la combinatoria de árboles, arbustos y aves de corral.
Alguna vez, en que íbamos a pintar las rejas de las ventanas con pintura a base de aceite, lo mismo que los zócalos, invitamos a un primo de Copacabana. Preparamos los recipientes y las brochas. Y de pronto, todo se convirtió en un festejo, en una rochela o recocha, en la que cada uno le pasaba brochazos al otro por la cara, por la espalda y se volvió un pequeño carnaval. Cuando mamá llegó de compras (papá trabajaba muy lejos y venía solo cada dos o tres semanas) encontró la casa convertida en un manicomio (así lo dijo, ¡qué es este manicomio!). Al fin de cuentas, y ante el desastre, no le quedó más que unirse a la risa colectiva y la algazara.
Tengo la visión de que, a principios de diciembre, ya casi a punto de otra mudanza, hicimos un globo con hojas de periódicos, almidón, una candileja de alambre de ropa, que, pese a nuestro entusiasmo, a los varios intentos, no pudo elevarse. Y entonces papá, que no era hombre de paciencia, ante el fracaso de todos, lo rasgó en pedazos y luego, a cada uno de los cuatro hijos, entregó como indemnización un billetico de cinco pesos, una enormidad para entonces. Las calles y las tiendas nos acogieron con placidez.
Andalucía, de pronto, quedó atrás. La casa de esquina circular con su fachada de granito fue otro recuerdo, una estación más. La brújula de la inestabilidad, o del nomadismo, señalaba a otro punto cardinal. Las lámparas del parque me parece que soltaron alguna lágrima cuando nos despedimos del barrio.