La acusación contra el general Montoya por “falsos positivos” es una cortina de humo. Insisten en castigarlo por el frenazo tremendo que él, como comandante del Ejército Nacional, le puso a la ofensiva narco-comunista.
¿De qué sirve desarticular una red asesina que, desde Bogotá, enviaba fusiles, granadas, munición y uniformes a bandas del Eln en Nariño, Arauca y Valle del Cauca, si dentro de dos o tres años los héroes que realizaron esa proeza serán calumniados, detenidos y tratados como criminales por la JEP?
¿No es eso lo que les espera a quienes combaten el narcoterrorismo en Colombia?
¿No acostumbra el Estado a callar ante esas infamias invocando el pretexto de que hay que “respetar la legalidad”?
La JEP acaba de anunciar que le “ordena” al “señor Mario Montoya Uribe”, presentarse en su sede bogotana el 12 de febrero próximo para que rinda “versión voluntaria” en un caso bastante confuso basado en un delito rarísimo que no parece estar en el Código Penal colombiano: “muertes ilegítimamente presentadas como bajas en combates del Estado”.
¿Quién protesta por la forma irregular de semejante orden? Nadie. Sin embargo, hay razones para hacerlo. ¿Es normal que la JEP le retire, antes de condena alguna, el título legítimamente adquirido de general y de excomandante del Ejército de Colombia? ¿Es normal que la JEP, en esa orden, le ponga al justiciable y a su abogado, pero no a la contraparte, una mordaza? ¿Qué les ordene abstenerse de todo comentario sobre el “contenido de manera íntegra” de la versión dada? ¿Por qué no le exige exactamente lo mismo a la contraparte? ¿Por qué esa desigualdad de tratamiento?
¿Por qué en su “auto 261” la JEP nunca habla de “presuntas muertes ilegítimamente presentadas como bajas en combates del Estado”? ¿Por qué la JEP habla de ese crimen como si ya estuviera probado que el general (r.) Montoya lo cometió? ¿Ese auto 261, donde la presunción de inocencia ha volado por los aires, no es un indicio de que el justiciable ya ha sido condenado?
¿Y qué hace el gobierno ante semejante extravagancia? Nada. Guarda silencio. Deja hacer. Pues cree que todo eso es normal y que hay que respetar “la legalidad”. ¿Pero quién encarna la “legalidad”? ¿Un organismo de dudoso origen estructurado por agentes extranjeros? ¿Una oficina creada mediante un trámite que violó la Constitución? ¿Una corte enredada en un episodio de fuga de presos (caso Santrich) por el que no ha dado explicaciones?
Lo que tratan de hacer con el general Montoya es alarmante. Le están cobrando el hecho de haber realizado, en marzo de 2008, la Operación Fénix, contra Raúl Reyes, el jefe de hecho de las Farc en ese momento, y más tarde, también bajo órdenes directas del presidente Álvaro Uribe, una operación militar aún más impactante que acabó, en julio de 2008, con la moral de la Farc: la Operación Jaque. Desde ese día fue la estampida de los jefes farucos hacia Venezuela. De donde los sacó y reforzó JM Santos con su falsa negociación de paz. Pero como en la Operación Jaque nadie disparó un tiro, no lo acusan por eso. Lo citan porque unos terceros, enemigos del Ejército, tratan de colgarle el cargo, sin prueba alguna, de haber cometido u ordenado cometer “falsos positivos”. Como la acusación era temeraria la Fiscalía General decidió, en 2016, suspender esa investigación por insuficiencia de pruebas.
La acusación contra el general Montoya por "falsos positivos" es una cortina de humo. Insisten en castigarlo por el frenazo tremendo que él, como comandante del Ejército Nacional, le puso a la ofensiva narco-comunista. Lo acusan de nuevo y acuden a la JEP porque saben que, gracias al “acuerdo final de paz”, rechazado por el país, pueden hacer eso sin que el Estado reaccione. Hagan lo que quieran, yo me lavo las manos, dice el Estado. Eso le hace creer a la subversión que ganó la guerra y que los actos reglamentarios de los militares son iguales a las atrocidades de los irregulares, y que los primeros deben ser sancionados más que los segundos.
Los gobiernos de Colombia, por lo menos desde Belisario Betancur, se acostumbraron a maltratar a la fuerza pública. Y esa práctica perversa continua, como lo vemos en este caso.
No hay país que más use sus fuerzas militares y que después las trate como trapos viejos, a pesar de los elogios de relumbrón que se oyen con frecuencia.
En Estados Unidos, en Francia, en Gran Bretaña, para dar solo tres ejemplos, los militares no son gordiflones de oficina, como los de la Venezuela chavista, sino recios combatientes que defienden con honor su país, dentro y fuera de sus fronteras. Ellos son respetados y protegidos. Si cometen delitos en el ejercicio de sus funciones son sancionados. Pero el Estado no deja que crucifiquen a sus hombres y mujeres aun si ellos han fallado. Son sancionados, sí, pero el Estado no se presta, con su indiferencia, a que la prensa irresponsable y los grupos anarquistas y antimilitaristas los conviertan en monstruos.
En Francia, el escándalo Dreyfus (1894-1906) dejó en la memoria algunas lecciones. La más importante: no todo militar acusado es culpable, puede ser inocente. Colombia, es decir su clase política, de derecha, de centro y de izquierda, no sabe ni siquiera quien fue Alfred Dreyfus.
Los militares de aquellos países son procesados solo después de que los organismos competentes hayan reunido pruebas irreprochables. Y si las pruebas son fabricadas, la víctima de tal delito es liberada, reparada y reintegrada al servicio, como le ocurrió a Dreyfus.
No como hace Colombia: un baboso los acusa de algo y cae ahí mismo el oprobio, la destitución, el escarnio y, más tarde, el proceso. Un proceso grotesco, un circo: sin justicia, sin defensa, sin pruebas, sin testigos o con testigos imaginarios, sin víctimas o con víctimas inventadas, con pruebas falsas, sin serenidad, sin respeto, y con comités de histéricos a la salida y entrada de los tribunales. Y, sobre todo, sin que el gobierno y la prensa intenten proteger al menos la dignidad del uniformado caído en desgracia.
Lo que están haciendo con el general Montoya es de ese alcance. Como hicieron con los héroes que vencieron a los aventureros pagados por Pablo Escobar que asaltaron e incendiaron el Palacio de Justicia de Bogotá en 1985. Si el coronel Alfonso Plazas Vega logró probar su inocencia, tras ser condenado de manera absurda, es porque él mismo y su esposa, Thania, lucharon como leones, con mucho coraje, durante ocho largos años, y porque unos pocos periodistas conocedores del dossier, tras estudiarlo en todas sus costuras, los ayudaron a exponer la verdad. Pero el general Cabrales que ha sido condenado por los mismos hechos, sigue ahí, encarcelado, en la ignominia, abandonado por sus pares y por el Estado que él y sus hombres salvaron el 6 y 7 de noviembre de 1985.
¿Colombia va a permitir que ese juego diabólico de lenta destrucción de las fuerzas militares continúe con la crucifixión del general Montoya? El presidente Duque, comandante supremo de las fuerzas armadas de la República, está llamado a ponerle fin a tales desmanes. Sin una acción enérgica de su parte la “seguridad ciudadana” no dejará de ser una quimera. Y los agentes de la Fiscalía, de la Policía Nacional y del Gaula Militar que acabaron antier con una red del ELN tendrán que temblar pues los llamarán para cobrarles tal osadía.