La academia nos ayuda a trazar episodios finales pero nos invita siempre a mirar más allá
Qué tal si por un momento pensamos en el final de las cosas. Piensen ustedes por ejemplo que la vida ha sido equiparada a una obra de arte, a un poema, a una novela. La literatura relata la vida desde muchos géneros, estilos, culturas; pensarán ustedes que no es tan sencillo, pero si lo vemos con el rigor con el que el escritor o el poeta escribe lo es, no solo por la magnitud del tiempo invertido, sino por las formas y usos que empleó para llegar al fin. Lo bello de la poesía es que nunca hay productos terminados. Lo bello de la literatura es que cuando se finaliza, siempre el escritor nos deja con la sensación que algo hizo falta. En la literatura como en la vida vale la pena ir hacia el final para entender que vale la pena ir por más. Imagínense ustedes al caballero andante, luego de las peripecias y la aventura iniciada en aquel lugar de la mancha, cuando camino de vuelta, reconociendo el valor de la aventura se despide de su obra de esta manera: “Pasaron innumerables momentos... nuestro caballero vivió incontables aventuras imaginadas por él en la primera parte e inventada por los demás en la segunda parte de la obra... Finalmente un duelo... el Caballero de la Blanca Luna se presenta y lo reta a una pelea...el motivo será la belleza de su dama... la condición es clara, el que caiga derrotado deberá reconocer que su dama es menos bella que las demás y luego retirarse de la caballería... pacto de caballeros que Don Quijote cumplirá...Y la batalla será compleja, tan compleja que nuestro caballero caerá derrotado ante el Caballero de la Blanca Luna...”
Piensen ustedes en el final de nuestro nobel, como no va a querer uno más si cuando Aureliano “descubrió? que Amaranta U?rsula no era su hermana, sino su tía, y que Francis Drake habi?a asaltado a Riohacha solamente para que ellos pudieran buscarse por los laberintos ma?s intrincados de la sangre, hasta engendrar el animal mitolo?gico que habi?a de poner te?rmino a la estirpe. Macondo era ya un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugado por la co?lera del huraca?n bi?blico, cuando Aureliano salto? once pa?ginas para no perder el tiempo en hechos demasiado conocidos, y empezo? a descifrar el instante que estaba viviendo, descifra?ndolo a medida que lo vivi?a, profetiza?ndose a si? mismo en el acto de descifrar la u?ltima pa?gina de los pergaminos, como si se estuviera viendo en un espejo hablado Entonces dio otro salto para anticiparse a las predicciones y averiguar la fecha y las circunstancias de su muerte. Sin embargo, antes de llegar al verso final ya habi?a comprendido que no saldri?a jama?s de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) seri?a arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre porque las estirpes condenadas a cien an?os de soledad no teni?an una segunda oportunidad sobre la tierra.” Vayamos más allá. Si en el festín de las letras de una historia de amor todo termina en muerte y desencanto, uno quisiera ver que más allá de la muerte realmente continúan las historias de amor. En el contexto politico de agitaciones y violencia, “el sen?or Bartolome? de la Escala (que en esa fecha mandaba en Verona), despue?s de haberse asesorado con los jueces, dispuso que la asistenta de Julieta, por haber ocultado a sus amos el matrimonio clandestino de aque?lla y quitar la ocasio?n de un bien, fuese desterrada; y que Pedro, en consecuencia de haber so?lo obedecido a su sen?or, fuese puesto en libertad. El boticario, preso, sometido a tormento y declarado convicto, sufrio? la horca. El buen Padre Lorenzo, en atencio?n a los antiguos servicios que habi?a hecho a la repu?blica de Verona y al justo renombre de su vida, fue dejado en paz, sin nota alguna de infamia; pero e?l, de propia voluntad, se encerro? en una pequen?a ermita, a dos millas de la poblacio?n, donde au?n vivio? cinco o seis an?os, haciendo ruegos y oraciones continuas. Por lo que hace a los Montescos y Capuletos, derramaron tantas la?grimas a consecuencia de este desgraciado accidente que, desahogada con ellas su co?lera, vinieron al fin a reconciliarse, alcanzando asi? la piedad lo que nunca pudo la prudencia ni el consejo. Y para inmortalizar la memoria de esta firme conciliacio?n, ordeno? el sen?or de Verona que los cuerpos de los dos infelices amantes fuesen colocados juntos en el sepulcro que les vio morir, erigido en columna de ma?rmol y cubierto de inscripciones. Asi?, pues, entre las raras excelencias que se muestran en la ciudad de Verona, ninguna tan ce?lebre existe como el monumento de Romeo y Julieta”.
Queridos amigos, estas imágenes de la literatura nos llevan a imaginar el qué habría pasado después. La academia nos ayuda a trazar episodios finales pero nos invita siempre a mirar más allá. Cuando un joven siente que está culminando una etapa omportante en su vida, debe dejarse impregnar por el espíritu de la literatura para entender que hay más, que vale la pena ir por la historia hasta ahora no narrada. Uno no es porfesional si no es porque esa profesion lo invita a ir por más. Uno no se hace especialista sin saber que aún hay más. Ese es el conocimiento, eso es lo bello de la vida académica. Nos reta, nos inspira, nos construye. Al final, todos debemos contar nuestras historias, aun sabiendo que esta no ha acabado, siempre aparece un nuevo comienzo. Queridos amigos, uno no estudia si no es con el ánimo de tener finales felices. A eso nos invita Santo Tomás siempre insistiendo que el final de todos los hombres es la propia felicidad. Estudiamos para no morir como aquel coronel que esperaba su pensión, recuerden aquella escena en que agobiado por la insistencia de su mujer de querer vender un gallo para poder comer, él se resistía: “Si man?ana no se puede vender nada, se pensara? en otra cosa. Trato? de tener los ojos abiertos, pero lo quebranto? el suen?o. Cayo? hasta el fondo de una substancia sin tiempo y sin espacio, donde las palabras de su mujer teni?an un significado diferente. Pero un instante despue?s se sintio? sacudido por el hombro. -Conte?stame. El coronel no supo si habi?a oi?do esa palabra antes o despue?s del suen?o. Estaba amaneciendo. La ventana se recortaba en la claridad verde del domingo. Penso? que teni?a fiebre. Le ardi?an los ojos y tuvo que hacer un gran esfuerzo para recobrar la lucidez. -Que? se puede hacer si no se puede vender nada -repitio? la mujer. -Entonces ya sera? veinte de enero -dijo el coronel, perfectamente consciente-. El veinte por ciento lo pagan esa misma tarde. -Si el gallo gana -dijo la mujer-. Pero si pierde. No se te ha ocurrido que el gallo pueda perder. -Es un gallo que no puede perder. -Pero suponte que pierda. -Todavi?a faltan cuarenta y cinco di?as para empezar a pensar en eso -dijo el coronel. La mujer se desespero?. «Y mientras tanto que? comemos», pregunto?, y agarro? al coronel por el cuello de franela. Lo sacudio? con energi?a. -Dime, que? comemos. El coronel necesito? setenta y cinco an?os -los setenta y cinco an?os de su vida, minuto a minuto- para llegar a ese instante. Se sintio? puro, expli?cito, invencible, en el momento de responder: …” La última palabra ustedes seguro ya la conocen, si no, pues los invito a buscarla. Estudiamos y nos graduamos para nunca tener nada que ver con esa palabra…