Además de bondadoso era entregado a sus amigos y a sus gentes. Ya otros han hablado antes que yo sobre su entrega no sólo a sus amigos sino a todo aquel que en el Pasto humilde o de clase media y hasta quienes aún pretenden descender de abolengos.
Yo había llegado de Medellín el 10 de julio de 1996. Aprovechaba las vacaciones de mi colegio para llevar el abrazo a mi familia junto con mi nuevo libro, también a mis amigos de Pasto y Sandoná. Después de dejar la maleta, los abrazos, los saludos y responder todas las preguntas de mi hermana y familia (preguntas con que siempre y en cualquier parte se agobia a un recién llegado), salí. Como buscando un paraíso perdido, ansiaba volver a devorar ese aire de cielo plomizo, viento polvoriento y llovizna jarta de cada junio, julio y agosto (que se le mete a uno a los ojos y los pone colorados y a llorar) y recorrer nuevamente las calles heladas de esa ciudad de mi juventud universitaria, todas con una iglesia en cada dos o tres esquinas. En un recodo del Parque Nariño, me topé con Lydia Inés. Con el abrazo le entregué el libro, con olor a tinta aún. La invité a su presentación al día siguiente. Yo andaba de vacaciones, pero ella estaba en su tiempo de trabajo; ella –historiadora y poeta también- apurando la despedida (después de ver que se trataba de un poemario) me dijo:
-Y entonces, ¿cuál es la finalidad de la poesía, Alejandro? -me preguntó como a las volandas.
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-Creo que una de las más fundamentales hoy es desmitificar el poder y a los poderosos –le contesté, y se paró en seco a escuchar el resto de mi respuesta- aunque, claro hay otras dos o tres muy importantes también, pero esta pienso que es la esencial para estos tiempos. Recuerde, Lydia Inés, cómo cayó y se despedazó la colosal imagen de Pedro Páramo, después de que Abundio le mirara con cuidado los pies a ese Cronos engendrador de “hijos”, que su malaventura se lo había dado como “padre”, y se diera cuenta de que esos pies sólo eran de barro. Amiga, la labor de la poesía es como el trabajo de una zapa, lento pero definitivo, a muy largo plazo –con lo que estuvo en pleno acuerdo y más o menos así lo consignó en su columna de 18 de julio de ese año en el diario de Pasto, tiempos antes de que un obsecuente “director” nos borrara a algunos opinadores, no sé si a todos los que no somos proclives a exaltar con alabanzas que, merecidas o no, no nos corresponden a nosotros hacerlo. A mí, y hablo en primera persona, porque no quise quemarle incienso a alguien que se merece todo mi respeto como ser humano, pero a quien ni siquiera conozco, sólo de oídas. Exaltar con ditirambos a alguien sólo por el hecho de que posiblemente sea el que manda “por sobre todas las cosas”, no va conmigo. Es el mismo periódico del que Aníbal Arévalo, mi ex compa de Química y Biología de Udenar, en su bello homenaje a Ramiro, cuenta que habiendo sido nombrado nuestro amigo director del diario, él mismo “lideró la formación de un sindicato, Sintradisur”. Despidieron a los sindicalistas, y él les respondió, a su dueño y adláteres, con una huelga de hambre en respaldo a sus compañeros. Y claro, también lo echaron.
Así había pasado mi primera tarde-noche en Pasto. La tarde siguiente, jueves, nos encontramos con el poeta Julio César Chamorro, no recuerdo cómo, porque los celulares sólo llegaron a Colombia –de manera muy restringida- en 1994 y de ahí en adelante no más que muy pocas personas podían darse ese lujo que daba “clase y distinción”. Un sueldo de maestro de secundaria no era para tanto, por qué se popularizó el celular daría para otra columna. Él ya conocía mi nuevo libro, porque yo le había remitido unos pocos a Ramiro, para él y para nuestros amigos en común. Después de unos días del envío, en una conversación de lo que entonces se llamaba “larga distancia”, Ramiro me había propuesto que hiciéramos un lanzamiento en Pasto. No me dejó replicarle nada.
-Usted no tiene que preocuparse de nada, sólo de estar aquí esa noche. Todo lo hacemos acá.
Pero ya en ese segundo día en Pasto la incomunicación con mi amigo siguió igual. Como el lanzamiento era esa noche, yo me apresté al efecto, aunque inquieto. Quizá por la casualidad de que ambos debíamos concurrir al acto o por alguna circunstancia que no recordamos ni él ni yo, como dije, esa tarde me encontré con Julio César y traté de decirle eso, que no había podido hablar con Ramiro, que lo había llamado varias veces, pero nada de nada. Él ya había hecho una elegante repartición de tarjetas para esa noche, pues a mí también me había enviado una. Encontré desencajado a Julio César, con su ánimo quebrado totalmente, con la tarjeta en la mano que había acabado de sacar del saco de su traje apenas me vio.
-¿Qué le pasa, compa? –le pregunté, medio azarado.
-Sucedió algo terrible, Alejandro… -se calló, se puso pálido y me dejó sin habla. Después de unos momentos, se compuso un poco y me dijo
-Hoy en la tarde entierran a un hijo de Ramiro. Ayer tuvo un accidente –fue como un mazazo que recibí (similar al que sentí al leer el reporte de Informativo del Guaico este 9 de mayo). También me callé. No supe modular nada. Después de que me repuse, lo miré lento y le dije:
-¿Y qué esperamos para ir a acompañarlo? Antes, pasemos cancelando el acto en el salón-teatro de la Cámara del Comercio de Pasto. Les explicamos el insuceso a sus administradores, y de seguro ellos comprenderán.
-Ramiro no quiere que se cancele nada. Que la presentación de sus “Cartas de Odiseo”, se hace o se hace, esas palabras utilizó. Me dijo que hablara todo esto con usted, Alejandro. Que se hace o se hace. Que él va a llegar un poco más tarde, quizá con su familia.
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Nos dedicamos entonces a “tintiar” en el centro de Pasto. La charla se negó a cubrir nuestras tazas. El evento estaba para iniciarse a las seis y media de la tarde. Ya cerca de la hora, nos acercamos al sitio, para estar un poco antes de la llegada del público. Tratamos de alargar un poco el inicio, dándole tiempo a Ramiro para comenzar con él. Ante la imposibilidad de seguir prolongando más el acto, Julio César subió para leer unos poemas suyos. Cuando yo comencé, Él ya había llegado con su esposa y sus hijos, niños ellos, a quienes me presentó, junto con un intelectual de gran talla, con el que Pasto también ha sido ingrata y cicatera, tanto como con Ramiro: Jaime Enríquez Sansón, erudito y de gran agudeza de criterio. Él, otro gran amigo de Ramiro, hizo la presentación de “Cartas de Odiseo”. Los dos hacían un gran complemento.
Este hecho lo cuento para que se conozca una de las placas de la radiografía de su espíritu; no me explico cómo aguantaba su corazón a semejante espíritu, o también viceversa. Pasear con él por alguna de las calles de Pasto, después del abrazo con sus inmensos brazos y su abultado abdomen, era algo de nunca acabar. Al caminar por las calles o parques, todas las gentes saludaban de mano o de beso o con tal o cual frase al “Ñato” Ramiro. Él saludaba -a casi todo el mundo- a los gritos en las estrechas calles del centro de Pasto y varias veces se cambiaba de acera para poder dar y recibir esas manos esos besos o esos abrazos. A algunos les gritaba por el nombre y a otros por un amable apodo (con diminutivo, al uso de la ciudad), y les arropaba con su carcajada antes de que cambiaran de humor.
Hasta las piedras de pulida roca volcánica, de la que están hechos los bellos y angostos andenes del Pasto antiguo (hoy estúpidamente cambiado en su mayoría por cemento o similar), se levantaban a saludarlo. La primera vez me sorprendió esto, pero luego comprendí que era una costumbre de ellas con él, que todo, todo lo disfrutaba.
Además de bondadoso era entregado a sus amigos y a sus gentes. Ya otros han hablado antes que yo sobre su entrega no sólo a sus amigos sino a todo aquel que en el Pasto humilde o de clase media y hasta quienes aún pretenden descender de abolengos. Pero a pesar de todo esto, de su entrega a todo el mundo, no salió elegido concejal de Pasto en la única vez que se lanzó, ¿por qué? Su círculo más íntimo de amigos lo tiene claro: carecía de lo que la mayoría tenían de sobra para cada elección: la desvergüenza de un bol$illo lleno de billete$ para comprar voto$ que reproduzcan la mi$eria. A muchos de sus votantes –gentes humildes en su mayoría- se los raparon con algunos pesos, imprescindible para ellos por el hambre de cada momento, y la ignorancia y costumbre sempiternas. Un golpe que podría haber sido una frustración y un cambio de actitud de 180 grados en cualquier líder, a él no lo tumbó.
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Cómo nos conocimos, no recuerdo. Deduzco que quizá fue cuando yo comenzaba a hacer mis escarceos como columnista. El riesgo conmigo lo había asumido el director de entonces de ese diario, don Miguel Garzón Arteaga, episodio que yo he relatado en anteriores ocasiones, después de que yo había ganado un concurso de poesía. Como Ramiro mismo y parte de su familia eran de mi pueblo, Sandoná, posiblemente eso llevó a que el periódico nos juntara frente a algún tinto de oficina y no tratáramos, porque de allá de nuestro pueblo como que él salió muy niño. Allá no nos conocimos. Seguramente sería en algún tinto –digo- en alguna de mis visitas al director, quien era ampliamente aficionado junto a su infaltable President. Y muy seguramente, muy seguramente, después nos fue uniendo la literatura y algunas rumbas, que sí las hubo, claro.
Nunca hablamos de las tendencias religiosas de cada uno: ni de las de él ni de las mías. Jamás supe si era un hombre religioso, pero toda su vida fue de servicio; no sé si fue consciente de que llevaba en sí la esencia de lo que es ser cristiano auténtico. Uno podría pensar que sólo servía a los humildes, y sí, a ellos, a muchos de ellos servía, pero no sólo con ellos, era obsequioso con todo el mundo. Jamás se negaba a nada ni con los de abajo ni con los de en medio ni con los auto pretendidos de arriba, de abolengo (aunque de estos últimos se cuidaba de no caer en sus garras). Muchas veces hasta el pan y la gaseosa o “el pintado” (cafecito con leche) se quitaba de su boca para dárselos a quien viera que los necesitaba. Esa es la esencia de la doctrina del Evangelio resumida en el Padre Nuestro: una convivencia pacífica (“la paz esté con ustedes”), no sólo la de no hacerse daño, sino de buscar la manera de servir a cada otro.
Este fue el generoso, noble e inteligente Ramiro Egas Villota con el que Pasto ha sido ingrata y cicatera, repito. Siempre se le pusieron trabas a su pensión. Jamás la obtuvo. Propongo dos cosas: 1) que a favor de sus deudos, quizá desprotegidos, les sea tramitada la pensión, por obvias razones de justicia. Tenía 69 años a la hora de su fallecimiento. 2) Propongo que un lugar público de Pasto, por ejemplo su pinacoteca departamental, u otro, lleve su nombre en una placa y que sea inaugurado en un homenaje público, con invitación especial a su madre, a quien acompañó en esta pandemia, y a su familia. La pinacoteca, porque pienso que es un sitio con eminente convocatoria cultural en la ciudad. Hay que tener en cuenta que, además de periodista, siempre estuvo liderando causas culturales, además de otras.
Señores de la administración gubernamental, municipal y departamental de Pasto y Nariño, una perdida nota obituaria en uno o más periódicos locales y nada más, no. Nobleza pastusa obliga, señores. 21.V.2020