Adiós a mi amigo Orlando

Autor: Alejandro García Gómez
11 enero de 2020 - 12:02 AM

Había sido el primero en nuestra comunidad sandoneña que se atrevió a romper normas sociales tradicionales del pueblo, a hacer lo opuesto en muchos casos, sin utilizar jamás la violencia

Medellín

En alguna de mis periódicas visitas a Sandoná, mi pueblo, conversando alguna tarde con mis hijas, ya adolescentes, les propuse si querían visitar a un amigo, por el sentido de sensibilidad, admiración y respeto que ellas sienten hacia el arte. Les comenté que era un artista de ahí de Sandoná, y que también era profesor de secundaria como yo, y que había sido ciclista de alta competencia (Vueltas a Nariño, Vueltas a la Juventud y Vueltas a Colombia), con afortunada suerte debido a su coraje y fortaleza, quizá quillacinga o incaica, a pesar de la falta de patrocinio y publicidad de entonces, para su figuración nacional. Que había sido el primero en nuestra comunidad sandoneña que se atrevió a romper normas sociales tradicionales del pueblo, a hacer lo opuesto en muchos casos, sin utilizar jamás la violencia. Me preguntaron “¿cuáles normas, papi?”, y se las expliqué. Les encantó la idea de conocerlo a él y su obra. El paso siguiente era pedirle el permiso a mi amigo para que me permitiera llevarlas. Yo me llené de palabras y argumentos para encontrar su “sí”, pues sabía de su particular manera de sentir su “ser social”, alejado y aparte de lo común. Casi no me deja terminar toda la argumentación que había preparado al efecto y, moviendo suavemente su cabeza en tono afirmativo, “traélas”, me dijo, con esa amabilidad sui generis de él, llena de silencios y cordial parquedad.

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Y era que en cada retorno mío -siempre y cuando él se encontrara en el pueblo, claro- dejaba al menos una tarde para visitar su casa y llevarle nuestra revista Mascaluna o alguno de mis libros. Él me mostraba sus nuevas tallas, en roca volcánica o en tobas, a las que –al enseñármelas- con sus dedos les quitaba un polvo a veces real a veces imaginario, como queriendo terminar de cincelarlas con sus dedos, pensaba yo. Me mostraba no sólo sus pequeñas tallas o sus mayores, sus “atlantes” como yo le decía, sino también pinturas suyas o sus collages o plantas ornamentales en inimaginables materas salidas de sus manos delirantes o artículos de la vida diaria, como un inodoro en la pared, convertido en objeto artístico. También me mostraba adquisiciones antiguas y nuevas de libros y revistas, de los cuales –a veces- me prestaba alguno, de los que me preguntaba sobre la lectura, una manera –pensaba yo- de recordarme que sólo eran en préstamo y que en uno de mis retornos se lo debería devolver. En una de esas ocasiones escogió una pintura suya en piedra de una mujer sentada, voluptuosa, verde, con un ave al momento de tratar de iniciar el vuelo, en el extremo de su brazo extendido, sobre un fondo ocre que se desvanece en amarillo, y me la puso en mi mano.

-Llevátela –me dijo.

A la vuelta a la casa de mis padres con mis hijas, después de la visita de esa tarde, preguntándole ellas todo lo que se les ocurría, respondiendo él a todas sus preguntas, ellas no fueron menos parcas en el gran homenaje que le hicieron:

-Bacano tu amigo, papi –me dijeron, y con eso no sólo estaban calificando su innumerable y variopinta obra, sino su forma de ver, concebir, entender y actuar la vida. Si no les hubiera gustado, ya sabía yo que ellas “no le cargan agua en a boca” a nada ni a nadie. Desde eso, a veces me han preguntado por él. Hoy debo darles esta triste noticia. Sé que lo van a sentir también, porque llegaron a apreciarlo con el suficiente tiempo que una persona necesita para saber estimar a quien se lo merece.

Otro día, de la misma manera en que también había ensayado argumentos como en la visita de mis hijas a su casa-taller, lo hice para que habláramos de él, de su obra, de su vida de ciclista de alta competencia, etc. Le dije que quería publicar algo para los periódicos donde escribía. La idea central que yo le daba era “que todas estas cosas que cada vez que vengo me muestras, queden publicadas para que se conozcan y reconozcan”.

-No, Alejandro. No me gusta salir en periódicos –y siguió hablando de otras cosas, sin darle más importancia al asunto (hoy no creo que rompa con ese deseo sino que siento que cumplo con un deber de amigo).

Considero que fue sólo debido a la amistad que sentía hacia mí, que me permitió alguna que otra vez –con percibida renuencia- que lo fotografiara trabajando ante su obra, con alguno de sus “atlantes” que mantenía vigilantes frente a su casa, como forma de solicitarles su misteriosa protección. Eso sí, jamás se opuso a que hiciera tomas a sus objetos artísticos y a algunas de las partes de su casa.

 

A pesar de que no éramos absolutamente coetáneos, pues él me llevaba unos segundos por delante –porque pienso que entre más edad tenemos, los años de diferencia se convierten en segundos- nos habían empezado a unir los lances amorosos que ambos sosteníamos en nuestro pueblo, vida amorosa que simultáneamente se fundió en bohemia juvenil. En esas madrugadas aprendí a escuchar su Con la fe verdadera”, de Julio Jaramillo, que repetía y repetía y repetía, en los tocadiscos donde nos abrían a esas horas. Durante el día, casi siempre su amigo Trapo lo acompañaba echado a sus pies. Parece que a todos los gozques que tuvo los bautizó con el mismo nombre, Trapo. Algún tiempo después la vida del trabajo nos separó, sin separarnos. Más tarde, cuando él y yo torcimos nuestros destinos por la búsqueda artística de manera decidida, volvimos a encontrarnos en forma más madura, y en esas nos mantuvimos, yo visitándolo en cada retorno, como dije. En mi cuento El hijo del sepulturero, de mi libro “No es por azar que nacemos” tomé prestado su nombre para caracterizar uno de los personajes literarios. Percibí que le agradó, pero jamás se refirió a ello.

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Hoy, que ha partido para siempre, yo me apresto a escuchar “Con la fe verdadera” y me tomaré un vino viejo, acá en Desde Nod, a la memoria del amigo, con Ligia, mi esposa. A Libardo, su hermano y también mi amigo, a su hijo Anthony, a quien no conozco, y al resto de sus familiares, mi abrazo de solidaridad.

Para Orlando Suárez Andrade, in memoriam.

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