Si la población adulta, aquella presa fácil del mal, queda libre de moverse por doquier, la pandemia se diseminará exponencialmente y las muertes se multiplicarán.
Los doctores Humberto de la Calle, Rudolf Hommes y Clara López, entre otros, presentaron ante jueces una tutela buscando proteger algunos derechos supuestamente conculcados con la decisión gubernamental de prohibir la libre locomoción de los mayores de setenta años, en un esfuerzo de las autoridades por impedir que esta franja de la población, tan vulnerable al coronavirus, enfermara por lo mismo, congestionara los sistemas de salud y fallecieran.
No soy gobiernista y soy mayor de setenta años, por lo tanto, puedo escribir sobre el tema sin que se me señale de defender al Gobierno o de estar mortificando a los viejitos. No tengo prevención ni algo parecido en contra de tan respetable grupo de reclamantes. Es más, durante la pasada elección presidencial acompañé con mi voto y los de mi familia la aspiración de Humberto de la Calle a la presidencia de Colombia. Lo hicimos convencidos de sus cualidades y virtudes.
Los mayores de setenta años somos la población más vulnerable frente a la pandemia que hoy azota al mundo. Además y en razón de la edad, casi todos debemos afrontar otro tipo de comorbilidades que complican y facilitan el accionar de la covid-19, tales como la diabetes, presión arterial alta, daños renales, triglicéridos y un largo etcétera. No somos pues unos jovencitos que podamos caminar tranquilamente por el mundo sin que estemos poniendo en riesgo nuestras vidas y la vida de los nuestros y lo que es peor, que no compliquemos nuestro precario sistema sanitario, con una presencia masiva de viejitos en las unidades de cuidados intensivo, en calidad de pacientes.
Pudo haber parecido peyorativo el término “abuelitos” utilizado por el presidente Iván Duque en sus ya fatigosas alocuciones diarias en la televisión, pero creo que de allí a iniciar una guerra campal por el confinamiento a que nos obligaron, no es justo. Igual procedimiento se utilizó con los niños. Es deber del gobierno, cualquiera que sea, preservar la vida de los más débiles y en este caso los mayores de setenta años, lo somos. Negar esa verdad científica es un error de incalculables consecuencias.
Los mayores de setenta años somos viejos, obvio, innegable, casi todos ya abuelitos o bisabuelos, somos presa fácil del coronavirus. La disciplina social, es decir, permanecer en la casa y evitar el contacto con otras personas, es la mejor manera de evitar que la enfermedad nos ataque. Si la población adulta, aquella presa fácil del mal, queda libre de moverse por doquier, la pandemia se diseminará exponencialmente y las muertes se multiplicarán. Decir que no se nos pueden conculcar nuestros derechos a la libre locomoción y que por la edad somos responsables de nuestros propios actos, es desconocer la idiosincrasia de los viejos: caprichosos, llevados de su parecer, tercos y cascarrabias. La edad nos ha hecho combinar perfectamente la bondad del abuelo alcahueta y tolerante con la irresponsable actitud de hacer lo que nos venga en gana.
Es igualmente posible que los demandantes tengan como auto confinarse con solvencia y sin preocupaciones, pero la mayoría lo tienen que hacer en difíciles circunstancias y ahora, con el resultado de la tutela en primera instancia, las familias van a tener más dificultades para retenerlos en el hogar, prevalidos de la libertad otorgada, que, a decir verdad, es una libertad envenenada.
Congestionar unidades de cuidados intensivos no es un buen palmarés para tan ilustres demandantes.
Seguramente por lo escrito, me lloverán bastonazos.