Una película de alta tensión sobre las miserias de la guerra
La Gran Guerra, aquella conflagración de espanto que causó unos 17 millones de muertos en Europa, ha sido novelada, fotografiada, contada en cine, en reportajes…una película más puede ser redundancia. No es así, por ejemplo, con 1917, un filme británico que posee una serie de cualidades que la hace extraordinaria. Dirigida por Sam Mendes, 1917 es, además de una obra que le da al cine un nuevo aire estético, un alegato contra la guerra y su catálogo de horrores.
La guerra ha sido una negación de lo humano, entendido como una posibilidad de entendimiento, de resolver contradicciones a través de la razón y los argumentos, y no por la fuerza. Y menos por la barbarie. El factor humano ha sido destruido por viejas y nuevas confrontaciones. La Primera Guerra Mundial (1914-1918), que además de Europa tocó a Australia, Canadá, Estados Unidos, Tailandia, el imperio otomano y Brasil, causó estragos en la juventud, además de haber arrasado con millones de personas no combatientes.
Una película como 1917 muestra la tragedia juvenil de soldados británicos y alemanes y, mediante imágenes de alto impacto visual, que por sí mismas causan conmoción en el espectador, va mostrando un drama, una especie de odisea de dos militares ingleses, el soldado Blake (interpretado por Dean-Charles Chapman) y su compañero Schofield (encarnado por George MacKay), que tendrán una especie de misión imposible por las altas dificultades y el tiempo tan corto en que deben cumplirla.
El dolor físico, el miedo, la misión, tensionan al espectador de 1917.
La película, narrada con singular destreza, da la impresión de transcurrir en tiempo real. Busca que el espectador tenga esa sensación. Para el efecto, el director Sam Mendes, que también es el guionista junto a Kristy Wilson-Cairns, imaginó que la historia había que narrarla mediante un largo plano secuencia (que, en efecto, es un falso plano secuencia) que permite efectos de temporalidad y espacialidad que no solo le dan verosimilitud al relato, sino que introducen al espectador en la tierra de nadie, en las trincheras, en toda la trama que tiene un inteligente tratamiento del suspenso.
Ah, sí. Es un filme de suspense, que te mantiene aferrado a la silla, con la respiración a veces contenida, a veces alterada. La historia, en apariencia sencilla, tiene momentos clave —de tensiones e intensidades— en su desarrollo. Un joven cabo debe hacer las veces de mensajero, de una especie de heraldo de quien depende salvar la vida de 1.600 soldados en el frente francés que están a punto de entrar en batalla contra los alemanes. Y se nota en el general que lo selecciona, al soldado Blake, para esta misión de alta dificultad, una posición de extorsionista. Blake tiene a un hermano, el teniente Blake, en el distante lugar donde él debe llegar para abortar el ataque de los británicos, en el que, según los alemanes han planeado, todo el batallón Devons perecerá.
La misión de alto riesgo, de vida o muerte, entraña desde el principio del filme una manera de mantener en vilo al espectador. El plano secuencia que muestra las trincheras, la soldadesca, uno que otro cadáver, se va tornando en un callejón de muchachos que no saben qué les deparará la guerra, lo más probable la muerte, y Blake, que escoge un acompañante (los dos son cabos interinos), sabe que de él depende el destino de su hermano. Se van mostrando en el duro camino hacia la meta en un pueblito francés, el de Croisilles y sus bosques.
Un recorrido apocalíptico es la historia del dolor en 1917.
Caminar por la tierra de nadie es una aventura apocalíptica. Los dos muchachos se topan con caballos muertos, con cadáveres de soldados, con los despojos que ha dejado el ejército alemán a su paso. Y atraviesan una enorme mina, sus socavones llenos de ratas y en los que hallarán una sorpresa nada agradable. Y después verán las desolaciones del paisaje, las vacas muertas, los aviones de “los nuestros” y también los del enemigo. La idea que los alemanes, en la historia real, querían dar a los ejércitos contrarios era que estaban en retirada.
En efecto, los teutones se habían ido replegando hacia la Línea Hindenburg, y entonces los británicos, en una suerte de desconcierto, no sabían si era que se habían retirado o rendido. Era una táctica defensiva que, a su vez, les sería de utilidad para el ataque. A su paso, los alemanes destruyeron el paisaje, lo arrasaron: pueblos, bosques, granjas, animales cayeron ante el avance depredador de las tropas, de su artillería, de sus aviones, de la infantería. El filme muestra aquella devastación impresionante.
Los dos soldados, o cabos, para ser precisos, llevan en su peligroso recorrido por la “tierra de nadie” y por lugares donde todavía hay francotiradores alemanes, una bengala, granadas, mapas, algo de comida y el mensaje para el coronel Mackenzi. Es un filme de peripecias, sobre todo las que vivirá Schofield tras quedar solo en la misión que cada vez más es contra el tiempo. Y contra la presencia fatídica de soldados enemigos. ¿Si llegará? ¿Qué otros obstáculos le esperan en el camino? Y en ese punto el suspenso crece, con una banda sonora tremenda, que hace poner nerviosos a los que están sentados frente a la pantalla.
La película, además, posee un don: con la técnica de emplear un plano secuencia, una especie de ininterrupción, tiempo continuo, tiempo que avanza, el espectador se mete en el recorrido. Es como si sintiera, oliera, viera, todo lo que le pasa al mensajero y su fatalidad. Los disparos, las explosiones, el agua, el hedor de los cadáveres, los buitres, los incendios y hasta la presencia insólita de una muchacha y una bebé en una casa en ruinas, son parte de un cúmulo de emociones y palpitaciones. Sam Mendes, el director, sabe cómo se manipula, con arte, todo ese complejo mundo de la vida y la muerte en la guerra.
En 1917 se asiste a una reedición de aquel apocalipsis de la Gran Guerra, a través de una historia de dos soldados, de un batallón que está a punto de caer en una mortal emboscada, de lo que padecieron los civiles en la conflagración con la imagen dolorosa de una mujer y una bebé huérfana. El infierno a escala. La quemazón de Écoust-Saint-Mein, del que solo hay ruina y desolaciones, da cuenta de una situación de barbarie. Y todo mediante una narración frenética, sin lugar a pausas. De alta tensión.
Y aunque es una ficción, la película, según su director, se basa también en historias reales que a él le contó su abuelo Alfred Mendes, participante en aquella confrontación bélica. 1917, por su ritmo, sus sonidos, su historia, su fotografía, las actuaciones, la dirección y la técnica utilizada, es un filme maravilloso sobre un tema tan trajinado y del que, con seguridad, se seguirán haciendo novelas, reportajes, pinturas, películas e historia. Al final de cuentas, nos quedamos con la gran soledad del cabo-mensajero, que se abraza a un solitario árbol, uno de los que se salvó del pavoroso arrasamiento de hombres y de naturaleza, ¿qué otra cosa es la guerra?