Las víctimas y los victimarios tienen lugar en las narraciones de Posada; allí sus voces, muchas veces desacreditadas e incluso invisibilizadas, cobran vida
Laura Cristina Aguirre Montoya.
Sí, en efecto, en lo que respecta a la violencia así lo podemos evidenciar: “Ya no nos importa nada…”. Con esta última aserción, un docente, escritor, director de teatro y cuentero de nuestra ciudad nos recuerda que en Medellín, como en muchos otros lugares, sus habitantes se han acostumbrado a las múltiples manifestaciones de la violencia y, en consecuencia, la normalización y la indiferencia frente a ésta es la prueba más rotunda de ello.
Precisando de una vez, el autor de la afirmación en cuestión es Robinson Posada Vargas, reconocido por su personaje: “El Parcero del Popular Número 8”. Ese “Parcero”, ha dedicado gran parte de su vida a experimentar en carne propia, escuchar, recopilar y comunicar a través del parlache las historias urbanas en las que la guerra ha dejado secuelas tanto en quienes la generan como en aquellos que la padecen. Así, aquel “Popular Número 8”, no es más que la representación de todas las comunas de esta ciudad, especialmente de Manrique, Aranjuez y San Javier.
“Sicarios”, “jíbaros”, prostitutas; secuestrados, desaparecidos; padres de familia que aún esperan, vivos o muertos, a sus hijos; niños fallecidos en la guerra; y, entre todos ellos, también estamos incluidos usted y yo. Los hijos de la violencia son, pues, los protagonistas de los relatos de este personaje.
En este sentido, las víctimas y los victimarios tienen lugar en las narraciones de Posada; allí sus voces, muchas veces desacreditadas e incluso invisibilizadas, cobran vida en personajes que de ficticio sólo tienen los sobrenombres: “Socorro”, “Estela”, “el Mono”, “el Zarco”, “el Toto”, “el Gago”, “el Perdido”, “el Doble Bobo” y “Pulgarcito”. Todos ellos permiten advertir las consecuencias de la violencia. En su libro: “Voces del barrio. Cuentos de las comunas de Medellín”, el autor así lo evidencia.
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Ahora bien, el título de esta columna tiene lugar en una de las historias que componen el libro en mención, se trata de “El Picaito”. En este, Vargas relata una conversación que presenció entre dos de sus vecinas, “Socorro” y “Estela”, sobre una balacera que tuvo lugar en su barrio. De este modo, esta última le pregunta a aquélla:
“- ¡Oíste Socorro!, ¿vos no escuchaste la balacera de anoche?
- Sí mija…pero sabe qué, ya me trajeron el chisme.
- ¿Y qué pasó?
- Mataron a 13 pelados ahí en el chequiadero.
- ¡Ah! no mija, menos mal no pasó nada grave”. (Posada, 2014, p. 43).
En tan pocas líneas, este cuentero nos sorprende con su capacidad para describir y transmitir al lector la normalización de la violencia de la que todos somos partícipes. Igualmente, resulta oportuno resaltar que Vargas también presenta a “El Mono”, en el cuento “La nevera”, quien es otro personaje que nos posibilita visibilizar los estragos de la guerra. Éste, por su parte, empeñado en conseguir dinero para obsequiarle una nevera a su progenitora en el Día de la Madre, acepta el “trabajo” de instalar una bomba en un centro comercial de la ciudad; pero, tras hacerlo recibe una llamada: “Mono, es que sabés qué, en el centro comercial estaba tu cucha” (Posada, 2014, p.20).
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En vista de lo anterior, cabe que cuestionarnos qué parentesco tenemos con “Socorro” y “Estela”. Seguramente si dentro de esos “13 pelados” estuvieran incluidos algunos de nuestros hermanos, padres, tíos, primos, amigos o alguna de las personas que apreciamos, no pensaríamos como ellas; si la mamá de “El Mono” fuera la nuestra, las cosas serían muy diferentes. Con certeza, no señalaríamos con desdén que “…menos mal no pasó nada grave”.
Somos muy convenientes, señor lector, mitigamos el mal y el dolor ajeno; pero, el propio lo amplificamos y rechazamos. Diariamente referimos que “Por algo lo mataron”, “¡Quién lo mandó a pasar por ahí!”, “¡Para qué se vistió así!”. Anhelamos ver llegar con vida a los nuestros a casa; lloramos las muertes de algunos y exaltamos la de otros; justificamos la agresión cuando nos conviene y la rechazamos cuando toca nuestra puerta.
Finalmente, Robinson tiene razón: “Ya no nos importa nada”; no obstante, parece haber una excepción, siempre y cuando no seamos nosotros los directamente afectados.