Es hora de evaluar y modificar severamente la ética personal y social que regula nuestro vivir y nuestra institucionalidad, hasta lograr aquellas que nos lleve a limpiar el signáculo nefasto de crímenes, corrupción y miseria que leemos y vivimos a diario.Es hora de evaluar y modificar severamente la ética personal y social que regula nuestro vivir y nuestra institucionalidad, hasta lograr aquellas que nos lleve a limpiar el signáculo nefasto de crímenes, corrupción y miseria que leemos y vivimos a diario.
Aunque sabemos que la información que aparece en las redes sociales debe leerse con beneficio de inventario, en algunas oportunidades se encuentran cosas que tienen pleno sentido, y que nos sirve como punto de referencia para un necesario cuestionamiento personal y social. Tal es el texto que aparece en Facebook.com, firmado por Alberto Parra S.J. (sic), compartido 7.689 veces, y que dice así:
“Hay un enorme vacío ético entre nosotros. Mientras países laicos como Uruguay, ateos como Suecia o paganos como Japón, han desarrollado una elevada ética, los colombianos, supuestamente tan cristianos y tan católicos nos hemos hundido en el mar de las miserias de la corrupción y la violencia”.
Creo que el aserto no necesita aportar datos estadísticos, pues la espantosa tasa de asesinatos en Medellín y en Colombia (ampliamente denunciada por Luz María Tobón Vallejo, directora de EL MUNDO), en estos primeros 15 días del año 2019, nos está hablando de una ciudad y un país en peor descomposición y cantidad de asesinatos que cualquiera otro, aún si ese otro está en pleno estado de guerra.
Se sabe que la ética individual es la base sobre la que se construye un proyecto de vida; y que es esta ética la que podemos y debemos compartir para la construcción de una ética social. También es claro que éstas (la personal y la social), regulan nuestros comportamientos en los entornos donde vivimos, convivimos y nos relacionamos. No existe la una sin la otra. Si la ética personal nos habla de que todos tenemos un código de conducta, una escala de valores que nos debe inclinar a la convivencia y al bien personal y social, y que nos guía a la hora de actuar, ¿por qué tenemos a tantos individuos asesinando y delinquiendo?, ¿por qué la sociedad, en su gran mayoría, permite que prosperen y se reproduzcan conductas criminales y de corrupción en el seno de las comunidades, las instituciones privadas y el Estado mismo? ¿Por qué pareciera que en nuestra sociedad, algunas instituciones públicas y privadas, envían mensajes de connivencia y hasta de solidaridad con el delincuente y el corrupto?
Si nos atenemos a la definición de que “la ética social constituye el complemento necesario de la ética individual, que considera la responsabilidad del individuo con respecto a los demás y para consigo mismo”, el cuestionamiento, a la luz de la realidad citadina y nacional, es total: ¿dónde está la ética individual, o qué tipo de ética es esa que nos está dando como resultado elevados índices de asesinatos, delincuencia y corrupción?, ¿qué tipo de ética social hemos construido o estamos construyendo, si la delincuencia se incrementa día a día? ¿Cuál ética social está regulando nuestras vidas, si la percepción ciudadana es que algunas instituciones y algunos aparatos del Estado están cooptados y operados por esa delincuencia?
¿Por qué las líneas éticas individual y social, en otros países, no dan entrada al crimen y a la corrupción (entre otros males), y en nuestro país, católico, apostólico y romano, encuentran puertas abiertas, ¡y de par en par!, en algunos casos?
Es la hora de un claro y necesario cuestionamiento personal y social; es hora de evaluar y modificar severamente la ética personal y social que regula nuestro vivir y nuestra institucionalidad, hasta lograr aquellas que nos lleve a limpiar el signáculo nefasto de crímenes, corrupción y miseria que leemos y vivimos a diario.
Más urgente que los 14.000 policías que pide Medellín; más perentorio que las cárceles que demanda Colombia, es una formación sólida en la ética, en los valores, en el respeto por la vida, en el tipo de sociedad en la que queremos vivir; una cultura que nos permita crecer en el marco de un cuerpo social sano, lleno de alegría y oportunidades, donde no siga predominando el miedo, donde la sed de poder no aceite el crimen, donde el Estado ejerza su deber constitucional, y donde la vida, verdaderamente, sea sagrada.
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