“Sombrero”

Autor: Saúl Álvarez Lara
7 abril de 2020 - 12:07 AM

Hablaba para él, quizá para el otro que no está ahí o para mí y me prevenía de las dificultades o sencillamente expresaba con disimulo disculpas que no manifestaba directamente.

Medellín

Hace algún tiempo tuve la intención de hacer el recorrido que, todos los días al amanecer, hace “Sombrero” el vendedor de frutas y aguacates vecino. Lo llamo “Sombrero” porque siempre lleva uno distinto y porque no sé su nombre. Con frecuencia paso cerca de su puesto y acaricio los aguacates con aire de conocedor, sin embargo, dejo que sea él quien elija los que están a punto para el almuerzo. Cuando tuve la idea de ir con él, al amanecer, hasta el mercado donde compra su mercancía le dije que mi intención era escribir el recorrido, el encuentro con los proveedores y el regreso a las cinco o cinco y media de la mañana. Cuando le hablé de mi idea no respondió, siguió haciendo lo que estaba haciendo sin mirarme y sin decir nada. Insistí. Dos veces le expliqué cuál era mi intención y entonces dijo: listo, y agregó concentrado en organizar las mandarinas, que salía todos los días entre las dos y media y las tres de la mañana. Le respondí que la hora estaba bien para mí y que el martes siguiente estaría en su puesto a las dos y media de la mañana. Me miró, sonrió y repitió: listo.

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Ese martes llovió desde el filo de la media noche hasta las primeras luces y no llegué a la cita. A las nueve o diez de esa mañana volví a su puesto de venta, lamenté que la lluvia se hubiera interpuesto y le expliqué que por razones prácticas no podía acompañarlo otros días de la semana y que tendríamos que esperar hasta el lunes o martes siguiente. Sin escucharme dijo que esa mañana había salido bajo la lluvia a las tres y media. Entonces le aseguré que el lunes siguiente estaría puntual a la hora que él dijera, lloviera o no. Me miro con sorna. Su incredulidad venía de la posibilidad, ya comprobada, que yo no llegaría a la cita por la hora o porque me costaba madrugar. Sin embargo, me pareció ver en él un asomo de duda, distinto a mi dificultad para cumplir la cita, pensé que tal vez no quería comprometerse a ir conmigo allá. Previendo mis dudas y las suyas, le aseguré que estaría allí el día y, a la hora convenidas, y que mi interés era solo narrar el recorrido desde su punto de venta, en la esquina de un barrio, a la plaza de mercado y el regreso dos o tres horas después. Un halo de incredulidad parecido a la ausencia lo rodeó y, sin mirarme, ordenó las peras y los mangos. Entonces, para respaldar lo que pensaba y no decía, mencionó que un día, sin saberlo, había salido para la plaza de mercado a la una de la mañana porque, hizo un énfasis que me pareció curioso: ¡no tenía reloj despertador! y salía para la plaza a la hora en que despertaba. Desde una vez, agregó como si alguien más estuviera allí con nosotros, pero hablaba solo, se despertó a la una y media creyó que tenía aun tiempo para dormir un poco más y cerró los ojos. Ese día despertó a las cuatro y veinte, llegó tarde al mercado y no encontró la mercancía que buscaba. Desde ese día salgo a la hora que despierto, dijo. Hablaba para él, quizá para el otro que no está ahí o para mí y me prevenía de las dificultades o sencillamente expresaba con disimulo disculpas que no manifestaba directamente.

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La noche anterior al lunes estaba listo para salir de mi casa a las dos y media de la mañana. No llovía y tampoco hacía frío, sin embargo para disimular el celular donde iba a grabar lo que sucediera durante el recorrido me puse una chaqueta. Las calles desiertas. Ni un carro, ni una moto, ni un ruido, nada. Solo las luces del alumbrado público se pegaban a todo y por su tono desteñido producían una sensación de sol frío. Por un juego entre luces y sombras me pareció verlo recostado contra el muro pero al acercarme me di cuenta de que la esquina estaba desierta. Eran las dos y treinta y cinco de la mañana. A las tres menos cinco un automóvil pasó. En la calle y en el callejón detrás del puesto de venta de “Sombrero” la quietud era total; lo único distinto, porque además no pertenecía a esa quietud, era mi sombra proyectada contra el pavimento. Faltaba un cuarto para las cuatro cuando regresé a mi casa. “Sombrero” no llegó a la cita. Al final de esa misma mañana cuando pasé por su puesto de venta me dijo que había salido a la una, la hora en que abrió los ojos porque no tiene despertador. Desde aquella mañana paso todos los días a comprarle el aguacate para el almuerzo y conversamos pero no pactamos más citas al amanecer. Menos aun en estos tiempos de aislamiento obligado…

 

© Saúl Álvarez Lara 2020

 

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Comentarios:

Edgar
Edgar
2020-04-08 08:56:07
Es una bonita historia, sin duda. Por un momento pensé que Sombrero había dejado este mundo.

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