Cuando vemos la confusión que precipitó a nuestros vecinos en los remolinos de estos días, es evidente que, en los orígenes, jugó un papel definitivo el desmoronamiento de los partidos políticos. Abrió el espacio para la aparición del chavismo.
Venezuela no cayó de súbito en la abismal crisis económica, política y social que vive hoy. Su gobierno la llevó hacia el despeñadero. Se empecinó en los errores, aplaudido por los propagandistas de la izquierda internacional y la indiferencia de muchas democracias. No escuchó las advertencias. Con los ojos cerrados insistió en unas equivocaciones desastrosas, buscando implantar un modelo de socialismo del siglo XXI. Y resultó un modelo de lo que no debe hacerse. Ojalá sirva, al menos, para que otros no transiten el mismo camino.
Cuando vemos la confusión que precipitó a nuestros vecinos en los remolinos de estos días, es evidente que, en los orígenes, jugó un papel definitivo el desmoronamiento de los partidos políticos. Abrió el espacio para la aparición del chavismo.
Ya se habían superado los tiempos difíciles vividos durante la dictadura de Pérez Jiménez, a mediados del siglo pasado.
La recuperación democrática recibió entonces el impulso de los dos grandes partidos. Cubrieron prácticamente todo el espectro político y concentraron sus esfuerzos en el fortalecimiento de la democracia.
La junta militar que asumió el mando convocó elecciones a las cuales se presentó como candidato el Almirante Larrazábal, quien la presidía. Pierde. Respeta el resultado. Asume el mando Rómulo Betancur y se inicia una etapa democrática que parecía duradera, montada sobre un bipartidismo en donde Acción Democrática y Copei se sucedían en el mando, según fuera su suerte en las urnas.
Venezuela demostró que se podían cambiar las dictaduras por gobiernos democráticos, pacíficamente y con la estabilidad que hacía predecible una larga y definitiva recuperación.
Pero los partidos fueron incapaces de superar sus crisis internas. Las pugnas se agriaron hasta alcanzar un alto grado de insensatez, y el descontento popular llegó a extremos peligrosos. Se creó un ambiente propicio al aventurerismo político, que llevó al golpe de estado del coronel Hugo Chávez, un paracaidista que la imaginación popular consideró caído del cielo. La opinión nacional e internacional miró impasible, cuando en su posesión juró, con la mano puesta sobre esta “moribunda constitución”, desempeñar las funciones que, al día siguiente, comenzó a torcer para imponer su socialismo del siglo XXI.
Los partidos ya estaban demasiado débiles para defender las instituciones democráticas e intentaron mirar para otro lado mientras se despedazaba “la moribunda”. Hasta que advirtieron cómo se desintegraban las instituciones. Demasiado tarde. Habían consumido sus fuerzas en las desgastantes luchas internas.
Chávez dominaba a su antojo.
Emprendió la política expansionista, intentando nuevas alianzas, fomentando revoluciones y apoyando gobiernos de corte similar. Combinaba ideología, diplomacia y petróleo, mientras cubanizaba a Venezuela en el interior y emprendía una carrera armamentista.
A su muerte le entregó el liderazgo a quien consideró el discípulo más fiel. Y todos sabemos lo que vino enseguida y sufrimos la catástrofe de estos días. El esfuerzo de inyectarle vitaminas a la democracia venezolana tiene para la comunidad internacional, y en especial para nosotros, un costo inmenso.
Es una trayectoria conocida que comienza a presentar similitudes preocupantes con la atomización de nuestras organizaciones políticas. Y es hora de analizarla con lucidez para que jamás suframos las consecuencias de no aprender la lección.
Respiremos hondo y peguntémonos si estamos empezando a recorrer un camino semejante. ¿En qué etapa vamos?