¡Riquísimas… pidiendo limosna!           

Autor: José Alvear Sanín
16 abril de 2019 - 11:35 PM

Los “consejos indígenas”, conformados y reglamentados según “usos y costumbres” no escritas, no codificadas, esotéricas y jamás homologadas con la Carta, ejercen poder omnímodo sobre las comunidades.

La Ceja

Uno de los espectáculos más tristes y frecuentes en Colombia es el de las mujeres indígenas, descalzas y desabrigadas, pidiendo limosna, con sus niños, en multitud de esquinas. Esa infamia aqueja a personas que pertenecen a reducidas tribus, dotadas de abundantísima financiación por parte del Tesoro Nacional, pero sometidas a la dictadura rapaz de caciques inamovibles y en general vitalicios.

La más reciente e inaceptable minga tiene como único resultado positivo el de despertar al país frente al problema antinacional y subversivo del absurdo indigenismo que se ha montado, sobre todo a partir de la Constitución de 1991.

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En esa Carta, los numerosos y perjudiciales artículos sobre esa materia condenan a los indígenas a la perpetua sumisión a unas autoridades de dudosa elección y casi imposible cambio; y a una educación que, so pretexto de “identidad cultural” (Artículo 68), los mantendrá en el atraso secular. Los “consejos indígenas”, conformados y reglamentados según “usos y costumbres” no escritas, no codificadas, esotéricas y jamás homologadas con la Carta, ejercen poder omnímodo sobre las comunidades.

En ellas no rigen los derechos universales ni las libertades individuales de religión y pensamiento, la igualdad ante la ley, la doble instancia, la ley preexistente, la definición de delitos y penas, etc.

Así, la Constitución del 91 excluye del derecho y la democracia a centenares de miles de personas que, en realidad, no son colombianos. La Carta, en vez de promoverlos hacia el progreso social, los condena a la esclavitud tribal.

También, como si lo anterior no fuera aberrante, el Artículo 246 atribuye a esos “consejos” funciones jurisdiccionales de “conformidad con sus propias normas y procedimientos”. Esta monstruosidad se mitiga diciendo que tales facultades no pueden ir contra la Constitución…, pero como esta las reconoce, y por otro lado nadie ha leído lo que establecen esos arcanos, esa garantía es pura palabrería.

Además de condenarlos al atraso social, el Artículo 329 dice que la propiedad en los “resguardos es colectiva y no enajenable”, lo que hace imposible el desarrollo económico.

Luego viene la mayor falacia, la de hacer creer al país que esas comunidades, sumidas en el mayor atraso tecnológico, son incomparables guardianes del medio ambiente. La realidad es que, en el pasado, una pequeña tribu desnuda en medio de la selva, pescando y comiendo algunos tubérculos, no podía causar daño ambiental, pero otra cosa es entregar a algunos centenares de individuos el imposible control policial de territorios inmensos, cuando los depredadores disponen de fuerzas paramilitares, de guerrillas, motosierras, tecnología, de amplias redes de corrupción y de mercados externos. Esa ingenuidad ha producido consecuencias trágicas para el medio ambiente en Colombia y en los demás países de la Amazonia.

El número de indígenas se acerca al millón y medio (3.5% de la población colombiana). Cerca de un millón viven en 737 resguardos, situados en 234 municipios, mientras en la Amazonia habitan 78.357 en 156 tribus.

Pero la delimitación de resguardos se ha hecho con la mayor irresponsabilidad. Durante los gobiernos de Belisario Betancur y Virgilio Barco, de los 41 millones de hectáreas de la Amazonia, se titularon resguardos por 25´614.261 hectáreas para esas 156 etnias.

Ese territorio, igual en tamaño a Gran Bretaña, vienen sucediendo todas las desgracias ecológicas, como cultivos ilícitos, minería ilegal de oro y coltán, tala indiscriminada de bosques y extinción de fauna. La ausencia del Estado no se corrige con la cómoda presunción de que los indígenas cuidan su tierra con eficacia y extraordinario celo religioso.

Y como si lo anterior fuera poco, entre 1966 y 2006 se ampliaron en el resto del país otros 650 resguardos, elevando su área total en Colombia a 31’207.938 hectáreas, superficie similar a la de la República Federal de Alemania.

Ahora bien, los resguardos indígenas, convertidos en autoridades territoriales, reciben enormes participaciones del Tesoro Nacional, que sus consejos y cabildos gastan sin verdadero control fiscal, mientras organismos como el famoso CRIC disponen también de recursos inmensos de origen público, que se evaporan igualmente mientras se perpetúa la miseria de las poblaciones explotadas por los caciques.

La miopía política de pensar que se preserva el patrimonio ecológico entregándoles el territorio a los líderes indígenas, se ha traducido en el deterioro de unas 600.000 hectáreas de la selva amazónica, cifra establecida por observación satelital. No olvidemos que los cultivos emigran, y que por tal razón, para cada nueva siembra de coca se “limpia” una nueva área…

La liberación y la dignificación de los indígenas debe inscribirse en el ideario político de los partidos democráticos; y la delimitación de resguardos exige su reducción hasta áreas razonables. Los caciques no pueden seguir siendo los dueños de facto de la tercera parte del territorio nacional.

Nuestros pueblos ancestrales tienen el derecho de convertirse en ciudadanos colombianos, en vez de seguir eternamente esclavizados por “autoridades” arbitrarias y retrógradas, abiertamente enemigas de Colombia y generalmente confabuladas con la subversión, como lo acaba de demostrar nuevamente la minga de marzo, verdadera asonada.

A partir del excelente artículo de Rafael Nieto Loaiza, “Los indígenas pretenden gobernarnos”, del 24 de marzo pasado, una apreciable cantidad de denuncias públicas, por fin se atreven a atacar el mito indigenista, que tanto daño hace a los aborígenes como a los demás colombianos. No solamente la superficie real del país se ha reducido en más de 300.000 Km2, por obra y gracia de las peores sociologías y antropologías, sino que varios billones de pesos han pasado por las manos de los caciques sin mejorar para nada la suerte de sus comunidades.

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A esas sedicentes autoridades hay que auditarlas: Ni un peso más para ellas. La inversión en esos territorios tiene que ejecutarse por el gobierno nacional directamente, y los defraudadores y los violentos deben ser judicializados ante los jueces y no ante “las comunidades”, mediante procedimientos “ancestrales”.

Nota: Este artículo se basa en una conferencia del autor, dictada el 12 de mayo de 2016 en la Universidad Central de Bogotá.

 

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