Nos llena de nostalgia el recuerdo de alcaldes con visión y formación de estadistas como Jorge Valencia Jaramillo, José Jaime Nicholls o Bernardo Guerra, quien sea dicho de paso, no dejó herederos.
En un momento como el que se vive en Medellín, finalizando el periodo del actual alcalde, es cuando más hay que rogar porque el nuevo llegue con la conciencia abierta a la esencia de la administración pública que es proporcionar bienestar a los ciudadanos. El que se va no ha sido un buen servidor, no tuvo la formación para darle continuidad a los que forjaron la imagen y realidad de una ciudad pujante y organizada a la que se venía a admirar el modelo y a copiarlo. Se va dejando una estela de congestión y desaseo que nunca se vio entre nosotros. Lo malo es que pareciera que para muchos todo lo que pasó es bueno.
Uno no se explica quién y cómo miden las condiciones para otorgarle a las ciudades premios de movilidad. De hecho, para los ciudadanos de Medellín, que seamos acreedores a un premio mundial por las políticas que sobre la materia han implementado nuestras autoridades, es un insulto. Hay momentos en que el flujo es inmóvil, no hay forma de salir del colosal taco y, encima, pende sobre nuestras cabezas la amenaza de las multas, cuando los sancionados deberían ser quienes no ofrecen alternativas ni alivios al gran problema de la movilidad, a quienes estrechan vías y nos dejan al garete.
Sin ánimo de ofender, para manejar las ciudades hay que saber de urbanismo, que no puede resumirse como el arte de construir edificios. Nos llena de nostalgia el recuerdo de alcaldes con visión y formación de estadistas como Jorge Valencia Jaramillo, José Jaime Nicholls o Bernardo Guerra Serna, quien sea dicho de paso, no dejó herederos; hay que reconocer además el civismo de la gente de Medellín que construyó su ciudad con amor y contribuyendo con la tasa de valorización a su desarrollo, aunque las obras que financiamos los ciudadanos después fueran inauguradas por un presidente que nada hizo.
Pero si hacemos el recorrido histórico por las administraciones de la ciudad, el que más se parece a los grandes alcaldes que hemos tenido, es Aníbal Gaviria que pensó en grande, con proyectos futuristas, pensados para la gente. Este que se va ni siquiera fue capaz de terminar lo que encontró empezado y financiado. Se dedicó a hacer andenes, recortar el ancho de las vías, generar el caos vehicular más grande jamás visto, con lo cual se auspicia la delincuencia y miseria de los semáforos; ah, en esta materia si batió récord: en la glorieta anulada del TPTU, por ejemplo, puso cuatro (semáforos) en menos de doscientos metros.
Pero ¿quién hace las encuestas que dan a Gutiérrez como el mejor alcalde de Colombia? Al final de su mandato no se ve un agente de tránsito por ninguna parte, los barrenderos desaparecieron de las calles, la mendicidad y la informalidad se apoderaron de las recién hechas aceras en el centro, la delincuencia pulula y la violencia nos deja nuevas marcas. Es como si los contratos se hubieran acabado después de elecciones. Que no se nos olviden las horas perdidas en los tacos; que nadie vuelva a proponerlo para cargo o dignidad algunos. Ninguna ciudad, y mucho menos el país, merece tanto mal.