Son actos de provocación permanentes, escupitajos en la cara de la ciudadanía, insultos a su inteligencia.
Es al filósofo francés Paul Ricoeur (1913-2005) a quien se debe la construcción de la frase: “escuela de la sospecha”, acuñada para referirse a la trilogía Marx-Nietzsche y Freud que, según él, “muestran un espíritu crítico hacia la sociedad del momento y cuestionan los valores de la época”. Ricoeur encuentra la coincidencia de que los tres personajes de su trinidad sospechan de los valores que las sociedades europeas habían aceptado como válidos, sospechan de la libertad del hombre, sospechan de la religión, del progreso, del racionalismo, en fin.
Es sabido que la acepción “sospecha” se ha definido como la creencia o suposición que se forma una persona sobre algo o alguien, a partir de conjeturas fundadas en ciertos indicios o señales. La sospecha es desconfianza, es duda de la honestidad, una especie de certeza íntima en el sentido de que el objeto de la sospecha está haciendo fechorías, cometiendo delitos.
Uno podría decir, sin la más mínima duda, que Colombia es caldo de cultivo para todo tipo de sospechas. No importa hacia donde mire usted, siempre encontrará actos, personajes, noticias, informaciones, contratos, vuelos, titulares, generosidades, organizaciones, que desencadenan todo tipo de sospechas. Con un agravante: Usted siente sospecha, intuye la fechoría, huele la podredumbre, y basta con que transcurran unas pocas horas para que todo lo que usted estaba pensando, se convierta en una dolorosa realidad.
Los sospechosos y sus actos se han incorporado y apropiado de una suma tan gigantesca de cargos e instituciones en absolutamente todos los frentes políticos, económicos y sociales de la vida nacional, que son hoy una cofradía solidaria que se cubre las espaldas, responde en gavilla a las denuncias y se esfuerza de manera conjunta y decidida para que nada cambie, en esta especie de paraíso o cielo delincuencial en que nos hemos convertido.
La pandemia ha sido el escenario más transparente y público para poner en evidencia las dimensiones colosales del estado de postración en que se encuentra el país, frente al poder y el encumbramiento de los sospechosos. Tal vez en ninguna otra parte del mundo tenga tanta validez, tanta desgarradora aplicación, el célebre aforismo “piensa mal y acertarás”.
¿Se ha dado cuenta usted del considerable número de acciones que los sospechosos realizan a diario y que no tienen que ver con la pandemia, pero que dan fe de sus trapisondas? Chuzadas ilegales y prontuarios de inteligencia construidos desde las instalaciones militares, contra personalidades que piensan distinto a los corifeos del gobierno; trámites ante las altas cortes para liberar a delincuentes amigos; aprovechamiento de normas de excepción para contratos, ventas y feriados de empresas estatales; traslados presupuestales con malas intenciones; ocultamiento de pruebas; acciones non santas desde los altos organismos de control; asesinatos sin descanso a líderes sociales y a sus familias, y un desafuero de acciones de “tapen, tapen” en las que se han vuelto maestros.
Y mientras tanto, todo resquicio que deje la pandemia para más y más actos dolosos es bienvenido: contratos, negociados con insumos de salud, el festín de las indelicadezas con las ayudas internacionales, sobrevaloración de tapabocas o jabones, robo de mercados…
Es como si esta coyuntura global adversa fuera solo una oportunidad más para acrecentar sus ganancias, en el jolgorio de la corrupción.
Son actos de provocación permanentes, escupitajos en la cara de la ciudadanía, insultos a su inteligencia.
Sin el más mínimo indicio de autocontrol, van en estampida, no miran hacia atrás ni hacia a los lados, se van a estrellar, por la elemental razón de que han perdido todo sentido de la realidad. Cruce usted los dedos, estamos acertando.