En las próximas elecciones se pone a prueba la sincera intención de los candidatos por recuperar la primacía del estado sobre el gobierno y sobre los partidos políticos, la superioridad ética, legal y política de lo público sobre lo privado.
Lo que ocurre en Bello no es una novedad, aunque sea una noticia; tampoco es una rareza porque en contexto micro se replica lo que ocurre en muchos sitios de Colombia; tampoco es una catástrofe porque tiene solución. El asunto principal hoy es la solución a la que se le apuntan los candidatos y los votantes en las elecciones para Alcaldía y Concejo.
En las noticias sobre la intensificación de la violencia en el municipio de Bello no aparece ningún análisis de contexto. Solo descripciones resumidas y simples que repiten las autoridades en sus declaraciones, la prensa en sus noticias y los ciudadanos en sus conversaciones cotidianas. Y todas esas descripciones coinciden, por ser el lugar común que facilita una explicación sin explicación, que se trata de un problema de orden público debido a un remezón entre las tradicionales, poderosas y bien empoderadas bandas de delincuentes. De esa explicación que parece satisfacer la curiosidad de un habitante normal, se deduce que, si las bandas se autocontrolan o son controladas por las autoridades, termina el remezón y en consecuencia la sociedad bellanita recupera la normalidad, perdida transitoriamente, y: “vuelve el pobre a su pobreza, vuelve el rico a su riqueza y el señor cura a su misa”.
Pero puede resultar mucho más duro y menos “correcto” y normal, pero más sincero y esclarecedor, preguntarse en qué consiste esa normalidad a la que se regresaría una vez superada la crisis.
Que se considere como una novedad la intensificación de la violencia durante un período es el síntoma de que hemos naturalizado y normalizado la convivencia o la cohabitación con la violencia y con la delincuencia que la ha producido durante mucho tiempo. Y no necesariamente porque la sociedad la tolere, sino porque se resignarse a que parezca insuperable y termina acostumbrándose a ella cuando se comporta en “justas proporciones”, es decir, cuando es “normal”, cuando no se desmadra como ahora.
¿Es a esa normalidad a la que queremos volver? ¿A que la delincuencia actúe en “justas proporciones”? ¿A que vuelva a su cauce normal?
No habrá que olvidar que esta es la solución del egoísta pérfido que solo reconoce el mal que daña a los demás cuando por fin lo padece en cuerpo propio.
Y no es el único problema. Como ocurre en muchas partes de Colombia, se ha naturalizado, normalizado y se ha vuelto costumbre aceptada y defendida, el hecho de que el Estado haya terminado siendo menos importante que el grupo político que gobierna.
Si un estado municipal con la Alcaldía a la cabeza está supeditado al directorio político del grupo que gobierna o del “equipo” como se dice ahora caricaturizando aún más a los partidos políticos, ocurre que los funcionarios ejercen como militantes, es decir como funcionarios del partido o del equipo político y terminan siendo leales y eficientes con este antes que con el estado. Y eso explica que el ciudadano común que por alguna razón necesite un trámite o una “vuelta” en una institución estatal o ante un funcionario, considere que es normal acudir primero al intermediario político: al funcionario del partido, primero, que es a la vez funcionario del estado, segundo.
Pero, además, que el grupo político sea más importante que las instituciones públicas, hace que el funcionario militante, del alcalde para abajo, priorice su lealtad y eficiencia de acuerdo con las instrucciones de su grupo y no de acuerdo con las funciones como funcionario público, o que, en el mejor de los casos mezcle las dos funciones.
La prioridad del bien común se pervierte así porque se calcula con base en el equilibrio de poderes y de intereses del grupo o del “equipo político” no con base en la equidad social. Se trabaja en los límites entre la legalidad y la informalidad, bordeando el reglamento.
¿Cómo se explica, por ejemplo, que, al igual que en Sabaneta, se produzca un crecimiento desaforado en la construcción horizontal y que se promueva como sinónimo de progreso y emprendimiento para esconder que se “apeñusca” el espacio público? ¿Es esa normalidad la que queremos recuperar? ¿Queremos seguir juntando estrechamente personas y cosas en un sitio muy pequeño acrecentando el desorden con una planeación urbana de retacería?
En las próximas elecciones se pone a prueba la sincera intención de los candidatos por recuperar la primacía del Estado sobre el gobierno y sobre los partidos políticos, la superioridad ética, legal y política de lo público sobre lo privado, del interés general sobre el particular, la recuperación del monopolio sobre el uso legítimo de la fuerza, la primacía del derecho sobre la política, la simbiosis entre democracia social y democracia política. Sin esos conceptos como línea de base volvemos a la normalidad de antes.
Quien termine siendo elegido debe entender que gobierna por todos y para todos y que no es gobernante de algunos; que su lealtad y su eficiencia se deben al Estado y a la ciudadanía en general y no al partido o al “equipo” y mucho menos a “equipos ilegales”. debería entender que son muy distintas la legitimidad de origen vinculada a unos electores concretos y la legitimidad de ejercicio que en una democracia no distingue ciudadanos de primera, segunda y tercera clase; que se llega a ser funcionario del estado con funciones de gobernante y no el dependiente de un dispensario de contraprestaciones; es decir, se pone a prueba su capacidad de cambiar esa falsa normalidad que se ha vuelto costumbre.
Pero estas elecciones también retan a la ciudadanía a que exprese, como ya lo han hecho otras veces, pero ahora con mayor firmeza, su capacidad de gobernar a los gobernantes, de mandar sobre los que mandan y no solo de elegirlos, es decir, a cambiar esa falsa normalidad que se ha hecho costumbre.