Haga usted el ejercicio de borrar todos los metales que lo rodean. Mire a su alrededor, asuma que no quiere la presencia de ningún metal en su espacio y verá cómo desaparece todo, sí, todo
Por José María Dávila Román*
Hubo una era en la historia de la humanidad a la que se le dio el nombre de Edad de los Metales. Este fue el período que siguió a la Edad de Piedra, y se ubica más o menos en el año 6.500 a. C., pues es en este momento donde aparecen las primeras evidencias de fundición de cobre en las regiones de Anatolia y los montes Zagros.
La Era de los Metales representa un innegable avance de la civilización, más si se tiene en cuenta que este formidable período, que se extiende a lo largo de cinco mil años, cubre virtualmente a todo el mundo habitado en ese entonces.
No es concebible la sobrevivencia de nuestra especie sin las puntas de las flechas, las vasijas y los elementos para arar. Es a los metales que se debe el tránsito hacia la vida sedentaria, ya que gracias a ellos el hombre empezó a tener asentamientos, cultivar la tierra, e incluso, darles forma a los rituales sagrados. Así mismo, aunque las primeras ruedas fueron de madera maciza es en la Edad de los Metales que adquirieron agilidad, además surgió la navegación y se desencadenó el comercio.
No es de extrañar el interés del padre Augustín Lubín en el siglo XVII, cuando expresaba en su Mercure Géographic, una formidable guía geográfica del mundo conocido, que debería compilarse la ubicación de todas las minas del mundo, pues era en los metales en donde anidaban las posibilidades del progreso.
La épica de la civilización, el progreso y desarrollo de la especie humana está ligada a la existencia de los metales, desde las herramientas primigenias y más elementales hasta los sofisticados cohetes y satélites que circundan el espacio; desde la más simple vasija de aluminio hasta las más complejas máquinas de la computación, los vehículos o el entramado eléctrico.
Haga usted el ejercicio de borrar todos los metales que lo rodean. Mire a su alrededor, asuma que no quiere la presencia de ningún metal en su espacio y verá cómo desaparece todo, sí, todo. Ni siquiera podrá sostenerse la silla en la que usted está sentado, desaparecerá su computador, se derrumbarán las paredes, el mundo que usted conoce no podría existir.
Y entonces todo lo construido en miles de años, por gracia de la ideologización de los metales, resulta para algunos sectores una tragedia universal. Que no debe haber minería gritan y acusan a esta actividad de todos los males, convocándonos a que regresemos a la edad de piedra.
No podemos ser irracionales. Ciertamente, se han cometido errores en casi todos los procesos de aprendizaje. De la misma manera que en los procesos de industrialización se cometieron errores, han existido equivocaciones en los campos agrícolas, en la educación, en las formas de gobierno; pero esa es la virtud de nuestra especie: que encuentra correctivos y avanza. Las jornadas laborales ya no son de veinte horas, las chimeneas de las industrias ya no hacen tantos daños, las máquinas de producción son más seguras, son más seguros los aviones y, a no dudarlo, la minería ha dado saltos cualitativos enormes en sus procesos de explotación, que se han enmarcado en una lógica de sostenibilidad ambiental.
La minería ilegal y la minería criminal siguen haciendo daños; pero no es este el caso de la minería legal, que cumple con todas las exigencias de las autoridades. Resulta por lo menos extraño que los ambientalistas enfilen todas sus críticas, movilizaciones, escritos y objeciones contra la minería legal, pero que no hagan nada respecto a las otras minerías y no ofrezcan una alternativa que nos permita entender que si no es con metales con qué vamos a sostener la existencia de todos los objetos, máquinas y prodigios con que cuenta la civilización.
* Comunicaciones, Minera de Cobre Quebradona