La CPI juega un papel nefasto cuando pesa y logra torcer los debates de los partidos políticos, del gobierno y del Congreso sobre la JEP, como ocurrió en días pasados.
Ya es hora de que nos preguntemos: ¿Qué beneficios ha sacado Colombia de su pacto con la Corte Penal Internacional? ¿Es hora de romper ese compromiso que, sin contraprestación alguna, mutila nuestra soberanía nacional? La respuesta a las dos preguntas es, para mí, muy clara: Colombia no ha ganado nada y sí ha perdido con esa vinculación. Colombia debe poner fin a ese pacto.
La CPI fue creada para que juzgara y castigara, en los países que reconocen el Estatuto de Roma, a quienes cometieron crímenes de genocidio, de guerra, de agresión y de lesa humanidad. El 5 de agosto de 2002, Colombia se sometió a ese tribunal. Sin embargo, tal vinculación no ha contribuido, ni de lejos, a reducir los altos márgenes de criminalidad e impunidad que Colombia sufre desde esa fecha (sin hablar de las décadas anteriores).
En la actuación de la CPI ante Colombia ha ocurrido algo muy chocante. La CPI pasó de un discurso inicial de “lucha contra la impunidad” a uno de protección de la impunidad. Esto era difícil de percibir hace unos años. Ahora eso es evidente.
El velo cayó hace unas semanas, cuando el fiscal adjunto de la CPI, James Kirkpatrick Stewart, llegó a Bogotá y maniobró descaradamente para impedir que la JEP (Justicia especial de paz) fuera abolida o, al menos, reformada.
Lo que hace hoy la CPI sobre el acuerdo que firmó el expresidente Santos con las Farc, rechazado después por la ciudadanía colombiana en un plebiscito, es eso: defender la impunidad de los jefes y subjefes de las Farc, con el pretexto de proteger un “acuerdo de paz”. Empero, el objetivo original de la CPI no es la paz. Es castigar los peores crímenes, los de guerra, de genocidio, de lesa humanidad y de agresión.
Los únicos beneficiados con la línea del fiscal Stewart en favor del carácter pretendidamente “inmodificable” y “constitucional” de los acuerdos Santos- Farc son, evidentemente, los jefes de las Farc. Estos son autores intelectuales y materiales de crímenes de genocidio, de guerra y de lesa humanidad. Ellos maniobran con éxito en estos días para no pagar un solo día de cárcel y para poder ejercer funciones públicas. Ellos hacen de la JEP su palanca favorita para alcanzar tales objetivos. La JEP, dicen, es la piedra angular del “cese de hostilidades”. Amenazan y dicen que reanudarán las hostilidades si reforman ese dispositivo. Pero ellos están ya en las hostilidades a través de una fracción que nunca se desmovilizó y siguió matando colombianos y hasta ecuatorianos y venezolanos.
Nunca pensé que la CPI se atrevería a defender tales objetivos. La JEP es un sistema de anti-derecho, un atentado contra las normas del derecho penal internacional, una aberración judicial escandalosa que permite dejar sin sanción a los responsables de la mayor parte de los crímenes de guerra y de lesa humanidad que se han cometido en la historia de Colombia.
Cuando la CPI defiende esa agenda está demostrando que obra contra Colombia. Obviamente, algunos tratan de impedir que ese escándalo sea visible. Dicen que la CPI “no interviene todavía”, que ella podría un día “poner en la mira” a tal o cual persona, o actor político, o militar o narcoterrorista, si no se respetan sus instrucciones. Tonterías. La CPI ya está interviniendo con fuerza en Colombia. Ya tiene sus planes hechos y sus beneficiarios escogidos. La CPI juega un papel nefasto cuando pesa y logra torcer los debates de los partidos políticos, del gobierno y del Congreso sobre la JEP, como ocurrió en días pasados.
Esa inversión de derroteros no nació hace unos meses. Viene de lejos. Desde el comienzo de la relación operacional entre Colombia y la CPI, y tras las negociaciones que siguieron, hubo anomalías técnicas que la opinión pública poco visualizó. Las salvedades pactadas beneficiaron, en efecto, a las guerrillas comunistas pues los crímenes de guerra cometidos por esas estructuras fueron extrañamente excluidos de la jurisdicción de la CPI. Colombia utilizó, para eso, la excepción permitida por el parágrafo 2, b) del artículo 17 del Estatuto de Roma. Así, desde el 1 de noviembre de 2002, la CPI adquirió la jurisdicción únicamente sobre los crímenes de genocidio y crímenes de lesa humanidad cometidos en Colombia. Pero no sobre los crímenes de guerra.
No fue un olvido involuntario. Los primeros “exámenes preliminares” y los primeros “informes internos” que hizo la CPI sobre Colombia confirmaron esa modalidad. En el informe de junio de 2004, la CPI se centró sobre áreas que excluían las atrocidades de las guerrillas y focalizó la atención, por el contrario, sobre otros actores, como las bandas paramilitares y la fuerza pública. No es sino ver el lenguaje que utiliza la CPI para designar sus áreas de “investigación”: los “nuevos grupos armados ilegales”; la “promoción y expansión de grupos paramilitares”; los actos de “desplazamiento forzado”; las actuaciones judiciales “relacionadas con crímenes sexuales”, y “los casos de falsos positivos”.
En su informe de noviembre de 2012, la CPI precisó que sus “áreas de énfasis”, como consta en un documento de la propia cancillería colombiana (1), son los siguientes: “Marco Jurídico para la Paz, reforma de la Justicia Militar, procedimientos relativos a la promoción y expansión de los grupos paramilitares, procedimientos relativos a los desplazamientos forzados, procedimientos relativos a delitos sexuales y procedimientos relativos a ‘falsos positivos’”. En otro informe, de diciembre de 2014, la CPI insistió en la problemática de los “falsos positivos” y desatendió lo que tiene que ver con la criminalidad típica de las organizaciones armadas narco-comunistas: homicidio intencional, torturas, secuestros masivos, deportaciones y desplazamientos forzados de población, matanzas de civiles, reclutamiento de menores, esclavitud sexual, desaparición de personas, asesinatos de rehenes y de militares y policías heridos o fuera de combate, destrucción o apropiación ilegal de bienes, etc. La CPI evacuó así los crímenes de guerra propios de la subversión marxista.
Las desviaciones de la CPI generan protestas. En la década de los 1990 un cierto número de países aceptaron la noción de jurisdicción internacional. Una vez creada, la CPI suscitó grandes esperanzas. Muchos pensaron que llenaría un vacío y que la lucha contra la impunidad, por la democracia y por la defensa de los derechos humanos avanzaría. Otros creyeron que las potencias, pero también las dictaduras y los movimientos armados irregulares, en fin, los autores de crímenes de genocidios, crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad y el crimen de agresión, serían sancionados. El 17 de julio de 1998, 123 países suscribieron el Estatuto de Roma, el cual entró en vigencia el 1 de julio de 2002.
Empero, la CPI se politizó y se transformó en una palanca de presión de algunas potencias de la ONU (sobre todo de Estados Unidos, Canadá, el Reino Unido y Francia), al mismo tiempo que esos Estados se las arreglaban para impedir que sus nacionales fueran objeto de investigaciones y de procesos de la CPI. Francia adhirió a la CPI pero excluyó de cuentas a sus nacionales. El presidente Bill Clinton firmó solo un día antes de dejar el poder, pero Estados Unidos rechazó ulteriormente tal adhesión (2). Igual hizo Rusia. China, Cuba e Israel y otros 18 Estados rehusaron adherir a la CPI. Y tras un famoso debate reciente, la CPI perdió la posibilidad de juzgar los casos relacionados con el crimen de agresión.
Hoy la CPI, sobre todo su organización y funcionamiento, es objeto de amargas críticas. Algunos dicen que perdió la apariencia de una institución judicial. La prensa africana evoca, por ejemplo, prácticas erráticas y discriminatorias. El ex fiscal Luis Moreno-Ocampo fue acusado de utilizar métodos expeditivos y de tener una actitud arrogante y parcial.
En un análisis de 2013, sobre la eficacia de la CPI, el Center For Security Studies (CSS) de Zúrich, se mostró poco optimista. Recalcó los límites jurídicos y los escasos medios de que dispone la CPI. Esta carece de su propia policía para investigar y hacer cumplir sus sentencias. Además, la CPI es muy cara para los Estados miembros, sobre todo para los principales contribuidores: Francia, Alemania, Reino Unido, Canadá y Japón.
Muchos fustigan con razón otro hecho asombroso: en 20 años, los jueces de La Haya han condenado sólo a dos personas, ambas de países africanos. Absolvieron a dos más, por infracciones cometidas durante la primera instancia. Como si los citados crímenes fueran perpetrados únicamente en ese continente. ¿Rezagos neocoloniales? ¿Qué pasa con Afganistán, Irán, Irak, Chechenia, Bangladesh? ¿Qué hacer ante el terrorismo islámico que ensangrienta Europa y varios países de Asia y África? ¿Tampoco ocurre nada en Venezuela, Nicaragua, Honduras y México? ¿Y qué decir de Siria, Ucrania, Georgia y el Tíbet? Nada, pues el veto de Rusia y China impide a la CPI intervenir en esos países.
Por esas fallas cunde el desencanto: cuatro países pidieron su salida de la CPI (Burundi, Filipinas, Gambia y África del Sur. Los dos últimos no han culminado ese trámite). En todo caso, 34 países africanos han hecho saber, en uno u otro momento, que piensan retirarse del Estatuto de Roma.
¿Colombia debe seguir atada y dando dinero a ese organismo? Sí, si la CPI sirviera o hubiera servido de algo. Pero ese no es el caso. ¿Cuántos criminales, cuya responsabilidad en atrocidades nadie discute, fueron objeto de acusaciones, indagaciones serias y de procesos de la CPI? Ninguno. Ni uno solo. Y lo que es peor: la CPI se opone al empeño de justicia del pueblo colombiano cuando desembarca, en plena discusión en el Congreso, y paraliza toda evolución judicial que permita romper las estructuras de impunidad montadas mediante el pacto Santos- Farc. Eso equivale a jugar en favor de la impunidad. Equivale a traicionar los objetivos de la CPI. Esa actitud insulta los principios del Estatuto de Roma.
A lo anterior se suma otra deriva: ciertas ONG del Primer Mundo explotan como palanca la CPI para intimidar a sus adversarios en el Tercer Mundo. A veces éstas se coaligan a ciertas potencias para obtener resultados geopolíticos. En febrero de 2016, la periodista Shannon Ebrahim escribió en un diario africano que Fatou Bensouda, fiscal de la CPI, muy conocida en Colombia, admitió que ella había sufrido presiones del gobierno francés para abrir un expediente contra el ex presidente de Costa de Marfil, Laurent Gbagbo. Ella declaró: “No tenían nada serio contra Gbagbo”. “Yo sufro presiones”. “No puedo hacer nada” (3). Parece que en ese asunto el millonario George Soros, importante financiador de la CPI, también jugó un papel contra Gbagbo. Soros, dice la prensa, es amigo de Quattara, quien ocupa hoy el poder en Costa de Marfil.
¿Puede alguien extrañarse de que las oficinas financiadas por Soros en Colombia sean todas partidarias de la CPI y del curso que está tomando su actuación sobre la JEP?
Colombia debe retirarse de la Corte Penal Internacional. Haber firmado en 2002 ese compromiso no quiere decir que nos casamos hasta la muerte con la CPI. Los países se pueden retirar. Retirarse permitiría recuperar la libertad y la independencia del poder judicial. Sería obligar a la justicia a encarar la realidad. Pues la CPI terminó convertida en un espantapájaros, en un sainete, en un poder fantasma erigido para asustar (teóricamente) a los grandes criminales, a sabiendas de que tal poder es lejano e impotente.
Notas:
(1). - http://paisesbajos.embajada.gov.co/node/page/3668/corte-penal-internacional-cpi
(2). -Una ley americana prohíbe al gobierno y a los organismos federales, estatales y locales estadounidenses (incluidos los tribunales y los organismos encargados de hacer cumplir la ley) colaborar con la CPI. Prohíbe la extradición de cualquier persona de Estados Unidos a la CPI y prohíbe a los agentes de ese tribunal llevar a cabo investigaciones en Estados Unidos.