A veces pienso que la que se forma en las casas de los enfermos con golpes, timbrazos, puertas que se abren y cierran, pasos, voces y telefonazos, contribuye a matarlos.
El otro día en la sala de la casa de un enfermo oí la siguiente conversación:
-Lo peor cuando hay un enfermo en la familia son las visitas; entre pararse a saludarlas y a despedirlas se rinde uno. Y más cuando le toca atender a las visitas y atender al enfermo, pues éste generalmente no quiere la atención de la enfermera sino la de la madre, esposa o hija.
Exacto. Y se presenta este problema: o las visitas entran al cuarto del enfermo o no entran: Si entran lo cansan y si no entran la persona que las recibe está preocupada por no estar con el enfermo.
Cuando la casa es pequeña el murmullo de la conversación se oye desde el cuarto del enfermo. Una madre recordaba algunas cosas de su momento de dar a luz: Cuando pasaron la aspiradora debajo de la cama y la madre creyó que era temblor de tierra, y las voces de la gente en la habitación vecina, le dieron la impresión de que gritaban de miedo.
Y qué me dicen de las llamadas telefónicas. ¡Ese trino que despierta al enfermo! Como yo no tengo forma de desconectar el teléfono, lo corté en un momento de desesperación, después hubo que arreglarlo para llamar al médico. Me regañaron mucho pero descansé. Más ahora que nos invade la tecnología. Ah y cuando necesité mi celular, se había quedado sin carga, o alguien se lo había cargado.
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- “A ver, cómo amaneció fulanito…” Y como el enfermo está oyendo, uno contesta: - “Amaneció mucho mejor, te agradezco.” Y si por casualidad ese día se muere el enfermo, las atentas amistades se ponen furiosas porque se les ocultó la verdad.
Un médico me explicó que el sentido del oído es el último que se pierde. Que muchos que han estado en las últimas y han “vuelto” cuentan que oían decir a su alrededor que ya estaban muertos, porque no daban mayores señales de vida, agotados de luchar con la enfermedad, inmóviles, con los ojos cerrados, el pulso apenas perceptible, dizque inconscientes porque no contestaban, ni hacían cara de nada, esas personas oían! ¡Ojalá todo el mundo pensara esto, para que se respetara a los moribundos!
A veces pienso que la que se forma en las casas de los enfermos con golpes, timbrazos, puertas que se abren y cierran, pasos, voces y telefonazos, contribuye a matarlos.
¡O por lo menos a hacerles subir la fiebre! Un niño tuvo un accidente y a los ocho días cuando ya estaba muy aliviado se le llenó el cuarto de gente, y luego no pudo dormir de la excitación en que quedó después de oír las mil historias de accidentados que todo el mundo contó.
Me dicen que en clínicas de otros países no dejan entrar a nadie a la habitación.
Eso será allá porque en las clínicas de aquí es peor que en las casas, pues en un lugar más estrecho, se reúne la misma cantidad de gente que queda prácticamente encima del enfermo. El enfermo se frunce y hasta se intoxica pues no puede respirar, ni hacer sus necesidades.
Tampoco puede comer, ¿porque qué tal con las visitas mirando y diciendo que eso le va a hacer daño?
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“Se me ocurre una idea genial –dijo otra- ¿qué tal si se establece la costumbre de que cuando alguien enferma, los amigos sencillamente enviemos una tarjeta, una planta, una revista…?
Estábamos en esta idea genial cuando salió la hija del señor enfermo que visitábamos y nos dijo:
-“¿Serían tan amables de hablar un poco más bajito para que papá pueda dormir?”