Mientras no se encare abiertamente el tema del tamaño del gobierno y, también, el del sistema electoral, el discurso anticorrupción que predican todos los partidos sin excepción es demagogia pura y nada más.
Empezó la campaña para las elecciones locales del 27 octubre. Hace poco más de un año se realizaba la segunda vuelta de las presidenciales y, apenas en agosto pasado, se votaba el mentado referendo anticorrupción. En 2018, los colombianos fuimos a las urnas en cuatro oportunidades y, desde 2010 e incluyendo la próxima, lo habremos hecho en 18. Votamos casi cada seis meses en ese lapso. Esto es obra de la Constitución de 1991 y de los cambios que introdujo en el sistema electoral.
Este ejercicio casi permanente de los derechos políticos y la discusión ininterrumpida de los asuntos del gobierno, no nos hace más libres, como algunos creen, ni da a la sociedad el sosiego requerido para que la gente se ocupe de sus negocios y sus empresas, de su vida familiar o del disfrute de la amistad, el deporte o la cultura. Esa democracia participativa, en lugar de producir ciudadanos activos y deliberantes, tiende a generar un número creciente de profesionales de la política que – agrupados en toda clase de conciliábulos, grupúsculos y facciones– luchan denodadamente por hacerse a un cargo en la administración, a un contrato, a un subsidio o a una porción cualquiera del presupuesto público, porque hacer parte del gobierno, directa o indirectamente, se ha convertido para ellos en la forma de ganarse la vida.
En el Consejo Nacional Electoral (CNE) hay registrados 16 partidos y movimientos políticos que pueden avalar candidatos en cualquier municipio y departamento del país. Esta oferta electoral, de por sí abundante, es complementada con la de los candidatos de los Grupos Significativos de Ciudadanos (GSC) o candidatos por firmas. Para las elecciones de octubre, aparecen inscritos en la Registraduría Nacional 696 GSC para las de alcaldía y 63 para las de gobernación. Esta figura, creada probablemente con la mejor de las intenciones, ha dado lugar al desarrollo de una nueva variante del mercado político.
Los voluntarios que recogen firmas son de tres clases: los de verdad, los semi-forzados y los recolectores especializados. Los de la primera categoría ciertamente existen y seguramente son buenos ciudadanos que obran por convicción. La segunda está integrada por cargos pequeños y medianos de las administraciones locales que tratan de hacer méritos para mantener su empleo recolectando firmas entre sus amigos y familiares para el candidato que alimenta sus esperanzas. Finalmente, están los recolectores especializados, agrupados en pequeñas empresas que se ponen al servicio de los GSC que cuentan con más recursos financieros.
El precio de la planilla de 25 firmas varía de un municipio a otro y depende, como cualquier precio, de las condiciones de oferta y demanda. Por ejemplo, en el mercado de Medellín, donde hay 14 GSC para la Alcaldía, la planilla se está cotizando a $50.000. Probablemente, en los mercados de Bogotá, Cartagena y Cali la planilla llena alcance un precio similar. Para una Gobernación tan apetecida como la de Antioquia, con 7 GSC, la planilla firmada debe costar otro tanto.
La inscripción de candidatos por firmas, al igual que otros componentes del sistema electoral - las listas abiertas, la separación de los calendarios electorales, la multiplicación del número de elecciones, la circunscripción nacional de senado, la financiación de las campañas con dineros públicos, etc.– combinados con un gobierno prematuramente grande, que reparte empleos, contratos y toda clase de beneficios, han llevado al país a una política más costosa, más clientelista y más corrupta. Mientras no se encare abiertamente el tema del tamaño del gobierno y, también, el del sistema electoral, el discurso anticorrupción que predican todos los partidos sin excepción es demagogia pura y nada más.
Alianza EL MUNDO-Al Poniente