El país reclama que perdedores y ganadores dejen gobernar. Necesita un verdadero estado de gracia que se prolongue los cuatro años de un gobierno.
Todos los días resulta más difícil la ingrata tarea de gobernar. Las dificultades abundan desde el principio. Ya no hay luna de miel.
Los franceses llaman “estado de gracia” a los primeros cien días de un período presidencial, para destacar la benevolencia con que la ciudadanía juzga los comienzos de una administración. Pero la expresión cae rápidamente en desuso, desterrada de prisa por la realidad.
En Estados Unidos sucede algo semejante, aunque los medios de comunicación no logran disimular el afán de formularle, desde el principio, crueles balances al gobierno.
Entre nosotros no hay ni un minuto de respiro. Al nuevo gobierno le embisten desde que el presidente electo pronuncia la última palabra de su discurso de posesión. Los adversarios siguen atacando, como si estuvieran aun en plena contienda electoral y cada voto fuera el uno de la mitad más uno.
Las cosas empeoran si las vísperas electorales se caracterizaron por una polarización que no quedó enterrada en las urnas. Y se agravan más por una combinación de amarguras, odios, ambiciones, envidias y decepciones, una mezcla de los sentimientos de un mal perdedor, dispuesto a tomar venganza de quienes se atrevieron a ganar.
El nuevo gobierno cree ingenuamente que cuenta con el inmenso aparato estatal para ejecutar sus programas. Pero cualquiera que sea su tendencia, muchas piezas de la estructura del Estado funcionan como ruedas sueltas. Silenciosamente proceden como si fueran contradictores, y ejercen su enemistad internamente contra el Estado para el cual trabajan. No tienen ninguna lealtad.
El presidente es como un general cuyos soldados lo observan, lo miden, ensayan los juegos de poder, y prueban su don de mando, pretendiendo distraerlo en una lucha reactiva por el control. La burocracia, por su parte, no deja hacer o hace lo contrario. Los empleados públicos no son sólo opositores pasivos. En ocasiones pregonan abiertamente su enemistad. Así valorizan su parte en el engranaje estatal, para que el gobierno dude de si cuenta o no con ellos y los tranquilice con prebendas. Este método termina por sabotear internamente las buenas iniciativas.
Comienzan las marchas para protestar por situaciones heredadas. Todo el mundo lo sabe, pero ni el gobierno hace un inventario de lo recibido, ni a los manifestantes les importa. Cualquier pretexto sirve para notificarle a los nuevos gobernantes que no se hagan ilusiones, podrán mandar pero no les obedecen.
Hasta los propios partidarios en cambio de formar un bloque compacto para explicar y ejecutar su proyecto político, le agobian con exigencias y propuestas, al mismo tiempo que manifiestan su descontento y dejan vislumbrar los males que sobrevendrán si no mantienen su apoyo. Con esa indisciplina por dentro y la oposición que ataca desde afuera, es imposible que la democracia subsista como una forma eficaz para proteger las libertades y promover el progreso.
De nada sirve contar con las herramientas institucionales si los derrotados se comportan como malos perdedores, torpedeándolo todo, y los ganadores actúan como perdedores, disparando fuego amigo.
Mantener la unidad de un país requiere un delicado equilibrio. Ni desconocer a los propios para ganarse a la oposición, que sólo quiere el poder, ni dejarse manejar por los propios para radicalizar a la oposición.
El país reclama que perdedores y ganadores dejen gobernar. Necesita un verdadero estado de gracia que se prolongue los cuatro años de un gobierno.