Ni siquiera Diosdado con su proverbial desparpajo y su talante retador es quien manda, sino directamente el general Padrino, cuyo rostro impasible y siniestro habla por sí solo.
De tanta candidez no estamos dotados como para esperar una pronta salida (el 23 de febrero próximo o los días subsiguientes) a la crisis venezolana, congruente con nuestros principios y convicciones democráticas, que restablezca el juego limpio y la civilización política de allá desterrados. Eso no se da fácil, pues tales soluciones no se encuentran a la vuelta de la esquina. Ojalá me equivoque, pero la satrapía actual está erosionada sí, mas no lo suficiente como para pronosticarle el final rápido y feliz que esperan quienes confunden sus anhelos con la turbia y roñosa realidad. Salvo casos aislados, el Ejército no da señales de estarle fallando al dictador, si es que de veras es éste quien maneja las riendas. La impresión es la contraria o al menos es lo que percibe el ojo perspicaz y el oído atento de un observador imparcial. El régimen imperante más bien semeja un cuerpo hermético, férreo y cerrado, al extremo de no mostrar fisuras ni dejar oír ruido de sables que denote disensiones intestinas en los cuarteles, al menos no hasta ahora. Salvo tres oficiales de alto rango, de oficina, sin mando ni contacto con la tropa, la fuerza pública regular se mantiene firme al lado del mandatario.
La lealtad perruna de que da muestras su alta oficialidad, pese a tantos llamados, promesas de amnistía e incitaciones a sublevarse, se explica por el hecho de hacer parte del andamiaje montado, por no decir que los mandos superiores son el régimen mismo que, pese a estar encabezado formalmente por un civil, en todas sus esferas está controlado por militares, cuya firmeza y compromiso, que hoy tanto sorprende y descorazona, se retribuye con la corrupción e impunidad rampantes en la cúpula del Estado. Todo lo cual viene de atrás, pues fue el propio Chávez quien les entregó, para sobornarlos, silenciarlos y para lucrarse a su amaño, el manejo de las palancas y llaves de la economía, incluido el petróleo y las grandes compras estatales.
En suma, lo que hay allá en la práctica es una dictadura castrense sin tapujos ni disfraces. Tanto que no sería descabellado pensar que el mismo mandatario de hecho sea un subordinado del alto mando. Por depender y deberse a él y no a ninguna elección, a él le debe también su permanencia en el solio. Y si aún lo ocupa sin haber sido corrido o apartado es porque sin repulsa alguna pronuncia las arengas que le dictan y sigue la línea que le trazan. Ahí le fijan su comportamiento, igual que a los magistrados y demás altos dignatarios civiles. Ni siquiera Diosdado con su proverbial desparpajo y su talante retador es quien manda, sino directamente el general Padrino, cuyo rostro impasible y siniestro habla por sí solo. Revela su temple autocrático, propio del pequeño sátrapa que tanto abunda en la historia del Caribe y del cual dan cuenta crónicas literarias inolvidables de personajes prototípicos como el Señor Presidente de Asturias, el Supremo de Roa Bastos, el Patriarca de García Márquez y el Chivo de Vargas Llosas, todos ellos retratos anticipados y muy logrados de los Chávez, Maduros y Ortegas de ahora. Sorprende que todavía los haya, pero es que la historia, según Toynbee y el mismo Bergson, es una continua vuelta atrás, vale decir un eterno retorno.