En Colombia viene imponiéndose un ecologismo politizado y extremista, cuya actitud consiste en impedir el desarrollo, en lugar de propugnar por una explotación técnica y adecuada de los recursos naturales, especialmente de los mineros.
Nadie puede negar que el desarrollo ha implicado daño ecológico considerable. Ahora, una de las labores fundamentales del Estado consiste en corregir los errores del pasado, recuperar los terrenos y cauces degradados, reforestar y evitar repetición de daños.
En Colombia viene imponiéndose un ecologismo politizado y extremista, cuya actitud consiste en impedir el desarrollo, en lugar de propugnar por una explotación técnica y adecuada de los recursos naturales, especialmente de los mineros. De esta manera se está sembrando odio hacia el petróleo y hacia toda explotación, sea ella antigua o nueva, en especial si se trata de hidrocarburos u oro.
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Mientras se obstaculiza la gran minería, nada se hace contra una extracción depredadora de oro, con retroexcavadoras y aterradora contaminación de los ríos con mercurio y arsénico.
La gran minería de las transnacionales no es altruista, obviamente. Si se les permite actuar sin control puede ser tan destructora o peor aun que la otra. Pero esa actividad puede ser sometida a estrictas normas técnicas para minimizar o impedir el daño ambiental.
El deber de todo gobierno, en este campo, consiste precisamente en promover la correcta explotación minera y petrolera, y al mismo tiempo reprimir las actividades que convierten vastos territorios en eriales, y prodigiosos ríos llenos de vida, en inmundos albañales, sean “legales” o no quienes destruyen el entorno.
En Colombia no se está haciendo nada por detener, en primer lugar, y luego acabar las explotaciones ilegales de oro y la deforestación, tanto para la siembra de coca como para la obtención de maderas, muchas de cuyas especies están desapareciendo. Tampoco se está evaluando el tema del coltán, que al parecer es abundante en la Amazonia y está siendo explotado y exportado en cantidades crecientes, sin el menor respeto por el entorno.
Desde esta columna sigo pidiendo al gobierno, por la urgente gravedad de estos asuntos, adecuadas respuestas a las inquietudes expresadas.
En los últimos días empiezan a adquirir notoriedad ciertos asuntos de especial gravedad:
1. Nuestras reservas probadas de petróleo son exiguas. Si no se explora ni se encuentran nuevos yacimientos explotables, en cinco o seis años pasaremos de exportadores de hidrocarburos a importadores de combustible.
A pesar de tan grave predicamento —porque sin la exportación de petróleo Colombia quedaría sumida en la miseria— ciertos grupos ecologistas muy vocales están logrando pronunciamientos judiciales para impedir el fracking.
No sé si el fracking sea la única manera de incrementar las reservas, pero el país está urgido de explorar, respetando el entorno, sea con los medios tradicionales o con este nuevo del fracking. En ambos casos se debe exigir responsabilidad ambiental. En cambio, impedir la exploración es suicida. Ya se sabe que con aguacates no vamos a sustituir 30.000= o más millones de dólares al año.
Es alarmante que Ecopetrol tenga que participar en exploración (vía fracking), asociada a otras compañías, en Texas, porque no puede hacerlo en Colombia. Esta compañía explica que si no incrementa sus reservas, va inexorablemente a la quiebra.
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2. La arremetida contra El Cerrejón es preocupante, porque los jueces que ahora nos gobiernan —ignorantes en economía, geología, ecología, y hasta en derecho— pueden acabar con la explotación del carbón, sin preocuparse por los efectos de tan absurdo pronunciamiento.
Ahora bien: Como todos los medios de lucha deben combinarse, el poder judicial se ha puesto en Colombia al servicio de la revolución, que llegaría con mayor rapidez si se impide el desarrollo económico…
El gobierno, que se ve obligado a acatar consultas locales y fallos absurdos, es incapaz entonces de promover el desarrollo minero-energético, y también se ve cohibido para eliminar la explotación ilegal y depredadora de aluviones, porque esta letal actividad goza del apoyo, encubierto pero eficaz, de las fuerzas del desorden que con el “acuerdo final” controlan el Estado.