Si empezamos ya la explotación de yacimientos no convencionales, el angustioso horizonte de cinco o seis años se despeja y Colombia podrá seguir siendo un país petrolero mediano.
Afortunadamente, el representante Juan Espinal reveló que en la ley del Plan Nacional de Desarrollo se había reglamentado completamente lo referente a la búsqueda y explotación de hidrocarburos no convencionales. A continuación, una magistral clase de derecho del doctor Fernando Londoño Hoyos despejó todas las dudas y demostró la incompetencia del Consejo de Estado para mantener la suspensión provisional (¿indefinida?) de las Resoluciones que autorizaban el fracking.
Pocas horas después, esa corporación aclaraba que la suspensión que ellos acababan de mantener no cobijaba las “explotaciones piloto”, necesarias para determinar las condiciones que permiten explotar, vía fracking, yacimientos profundos de petróleo y gas natural, sin causar daño ambiental.
El oso monumental de esa “alta corte” aleja probablemente la amenaza sobre la industria petrolera, porque si empezamos ya la explotación de yacimientos no convencionales, el angustioso horizonte de cinco o seis años se despeja y Colombia podrá seguir siendo un país petrolero mediano.
Desde luego, lo anterior es apenas un respiro, porque, sin dejar los hidrocarburos, Colombia tiene que reducir su dependencia de los combustibles fósiles y diversificar su oferta exportadora varias veces.
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En 2018 exportamos US $ 41 381 millones. El petróleo representó US $ 13 161 millones y el carbón, US $ 7 390 millones. Las manufacturas, US $ 11 324 millones. La agroindustria exportó US $ 7 301 millones. El café fue su principal renglón, con US $ 2 521 millones. Lo siguen las flores, con US $ 1 770 millones; el banano, US $ 866 millones, y el aceite de palma, con US $ 446 millones. Pobre el balance del sector, porque importamos US $ 6 980 millones de productos agropecuarios.
Si observamos que Holanda, por ejemplo, cuyo mediocre territorio cabe 38 veces en Colombia, es el primer exportador mundial de productos agroindustriales (US $ 90 000 millones), podemos darnos cuenta tanto de nuestro potencial como de nuestra inopia agropecuaria.
Las importaciones de Colombia, ese mismo año, valieron US $ 51 230 millones; y al enorme déficit comercial se añade uno en cuenta corriente, que ya representa el 4.6 % del PIB.
Por tanto, a la economía legal la espera un descalabro monumental, si no se corrigen estos desequilibrios estructurales, con la aparición de nuevas fuentes de divisas.
Nadie apuesta a la reindustrialización del país, de tal manera que hay que volver los ojos al campo, donde el potencial de Colombia es quizás el mayor del mundo. No hay otro país donde la frontera agrícola todavía pueda avanzar entre 25 y 30 millones de hectáreas, sin necesidad de talar la Amazonia, cuya protección, por desgracia, poco nos inquieta.
Ahora bien, frente a nuestro potencial agropecuario, la política “supraconstitucional” del Estado se ha convenido a través del NAF con las Farc, para orientarla en lo futuro hacia una concepción retrógrada, parcelaria en parte y en parte colectivista, que además odia la ganadería y de la que nada productivo puede esperarse.
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Sin embargo, estamos viviendo en buena medida de otra potente agroindustria, la de los estupefacientes: mucha cocaína; algo, por ahora, de heroína y grandes expectativas en la marihuana, primero medicinal y luego recreativa. No sabemos cuánto rinde la exportación de sustancias psicotrópicas, ni cómo se reparten esas inmensas utilidades entre los carteles locales y sus asociados mexicanos, ni qué porcentaje se llevan los gobiernos cubano y venezolano, pero nadie ignora que en buena parte el narcotráfico es el sector más floreciente de la economía: financia el contrabando, genera empleo, explica la opulencia de centros comerciales y el lavado masivo de activos; mantiene bajo el tipo de cambio, que explica la facilidad de viajar, la abundancia de lo suntuario, lo poco rentable de la inversión local y la reducida propensión al ahorro.
Entonces, si no se corrigen estos grandes desequilibrios, el país cada vez dependerá en mayor medida de esa fatídica agroindustria y se consolidará el narco-estado.
Está haciendo carrera el rechazo de los hidrocarburos. Un seductor ecologismo sandía (rojo por dentro, verde por fuera), que jamás ha condenado la voladura de oleoductos, predica la transformación de nuestra economía hacia lo verde. El aguacate dizque podría reemplazar el petróleo y equilibrar nuestras finanzas. Es muy fácil denostar la falacia de Petro, porque ya se sabe que para sustituir el petróleo se necesitaría algo así como exportar 50 000 toneladas diarias de paltas, multiplicando docenas de veces la producción mundial de esa fruta; pero en la opinión va quedando un sedimento falaz, romántico y generoso, en contra del denostado “extractivismo”.
En un país donde se persigue la ganadería y no se promueve la gran agroindustria moderna, técnica, productiva y exportadora, se estimulan en cambio los espejismos del cannabis medicinal, mientras llega la legalización de la mal llamada marihuana recreativa.
Dos estudios recientes llaman la atención: Fedesarrollo calcula que dentro de diez años, las exportaciones de cáñamo medicinal podrían llegar a US $ 2 741 millones, cifra poco verosímil, pero una flamante asociación de productores de esa planta hace pronósticos aun más fantásticos, de US $ 17 000 millones.
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Si consideramos el proyecto de ley sobre “el marco normativo para regular el consumo, producción, distribución, comercialización y expendio de marihuana recreativa”, presentado el pasado 18 de septiembre por el senador Gustavo Bolívar y apoyado inmediatamente por Juan Manuel Santos, es decir, por las fundaciones de Soros, vemos cómo se va consolidando el modelo de una agroindustria “verde” de la coca, el cannabis y el aguacate, en vez de la de grandes sectores de ganadería, café, frutales, flores, banano, hortalizas, lechería, apicultura, maderables, forrajes, plantas medicinales, azúcar, maíz, y mil y más cosechas útiles para un mundo consumidor.
El país debe escoger qué clase de agroindustria quiere tener, para fundar sobre ella su futuro económico.
Desafortunadamente, pienso que el proyecto del nuevo Bolívar lleva las de ganar, por su populismo, por la aceptación de la fácil idea, engañosa y superficial, de que la legalización soluciona los problemas de la drogadicción y la violencia; y por el activismo de Soros, el principal interesado, personal y políticamente, en los inconmensurable proventos de la legalización planetaria de las drogas psicotrópicas.
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A continuación del fallo de la Corte Constitucional, que permite el consumo público de estupefacientes, la legalización de la marihuana se inscribe también dentro del plan de desestabilización social, moral y jurídica que requiere el avance revolucionario, estimulando nuevos factores de desorden público y deterioro sanitario.
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Si por aquí llueve, con el nuncio apoyando a la JEP y las Farc, en Venezuela no escampa, cuando el representante del papa participa en la nueva farsa de negociación entre Maduro y algunos políticos tránsfugas de la oposición que le colaboran, mientras los obispos de ese país siguen rechazando esa tiranía.