Si, este mandatario es inepto y es incompetente, dos palabras sinónimas que describen a aquellas personas que no tienen la más mínima idea de lo que están haciendo.
La frase del título es de José Saramago y se encuentra en el Ensayo sobre la ceguera (Alfaguara 1996) una de las obras más lúcidas del Premio Nobel de literatura en 1998.
De esta novela se ha dicho que es “una parábola sobre la irracionalidad humana contemporánea” (Fernando Gómez Aguilera. El País de España 11 de febrero de 2011)
Un día cualquiera, mientras en una concurrida avenida los conductores esperan que cambie un semáforo, se arma un enorme caos porque uno de los vehículos no arranca. Rápidamente se descubre que el conductor se ha detenido porque se ha quedado repentinamente ciego y, a la manera de una extraña peste, la ceguera se va extendiendo por toda la ciudad, contagiando a más y más gente.
La descripción de Saramago sobre lo que se siente es acojonante: “era como si todo estuviera diluyéndose en una especie de extraña dimensión, sin direcciones ni referencias, sin norte ni sur, sin abajo ni alto…”
Esa desorientación que abruma y que encoge el alma, es bastante parecida a la que genera una mirada a esta Colombia de hoy, ahogada en la ineptitud de quienes nos gobiernan.
Una enorme cantidad de personas de todas las clases y condiciones aplauden a rabiar, difunden con entusiasmo y aprueban con fervor, una a una las determinaciones de un mandatario que, a todas luces, exhibe una incompetencia que exacerba.
Si, este mandatario es inepto y es incompetente, dos palabras sinónimas que describen a aquellas personas que no tienen la más mínima idea de lo que están haciendo.
Le han puesto a su lado, desde luego, un personaje que sí sabe lo que hace. Un cancerbero de los capitales internacionales (el ministro Carrasquilla, neoliberal a prueba de terremotos) y tiene también un jefe, su presidente eterno, a quien no le cabe duda alguna sobre lo que hace y posee además un particular interés en que sea un inepto quien esté sentado allí, y que sean ineptos quienes los rodean, para no correr el riesgo de objeciones.
Y entonces se entroniza la ceguera. Ellos no ven que, a la manera de las mafias sicilianas, los testigos que declararían sobre los crímenes de su jefe y de su hermano, tanto como los testigos que inculpan al fiscal y conocen la trama tenebrosa de Odebrecht, se “suicidan” y desaparecen; no ven que la violencia y los asesinatos selectivos se han agudizado; que el nombramiento en cargos de responsabilidad de personas sub júdice se convirtió en una práctica normal; que empezaron a armar a sus adeptos quienes, a su juicio, son los únicos que cumplen las “excepciones”; que destrozan la JEP, impulsan la guerra, ferian al país, trafican, persiguen, mienten, incumplen, y se han montado en la estrategia de sembrar el miedo por doquier para hacer lo que se les venga en gana. Un miedo a todo lo que sea diferente, miedo al diálogo, a entender que hay otros.
Muy en las primeras páginas de la novela, hay una frase demoledora de una señora que observa el desespero y la impotencia del conductor ciego, mientras una persona que le está ayudando lo convoca a que se calme: “los nervios son el diablo” -dice- y han de ser esos nervios, esos miedos, los que desencadenan la ceguera…