imaginaciones alrededor de un cuento de Cepeda Samudio y un tango circense.
1.Me parece que al payaso le pasa hoy lo que al diablo: nadie cree en él (aunque decía Baudelaire que esa era una de sus astucias: hacer creer que no existía). El uno y el otro se han desprestigiado y perdido el indiscreto encanto que los hacía tan respetables. Aquel era un experto para desatar risas en los niños —se dice que también en los adultos—. Con el diablo (y todas sus variables) los señores de antes intentaban asustar al muchacho malcriado y a fe que la invocación satánica surtía los efectos deseados. Los papeles se han invertido. Los payasos, sobre todo los malos, producen pánico en los chicuelos, mientras el demonio les provoca una risa burlesca, de absoluta incredulidad. Los tiempos cambian. Menos mal.
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Creo que es más difícil ser payaso en estos días de sobresaltos y desamparos, porque la gente se volvió triste. Se ha olvidado la risa, aquella que en el Renacimiento era aliada de la razón y de la estética. Ya para nada asombran una redonda nariz roja ni una bocaza pintarrajeada de encendidos colores ni unos carrillos con colorete. No emocionan los zapatones que sirven hasta para dormir de pie, ni los trajes anchos estampados de bolitas, ni la voz funambulesca que articula chistes llenos de lugares comunes, salpicados de ingenuidad y de tontería. Se envileció el oficio de payaso (y, sépanlo, los políticos y algunos periodistas deportivos han contribuido mucho en tal descaecimiento).
Hace tiempos, intentando imitar a un personaje de un cuento de Álvaro Cepeda Samudio, quise vestirme de payaso con la intención de encontrar a alguien que supiera tocar una guitarra verde, única en su género: servía para dar serenatas. Me puse una nariz de plástico y, frente a un espejo, comencé a pintarme la sonrisa y a teñirme los cachetes con pintura roja y blanca. Me puse una peluca anaranjada (quería una de alondras como la que sugería el loco del tango-balada de Piazzolla y Ferrer, pero a mano sólo había golondrinas), ensayé varias sonrisas, risas y carcajadas, probé morisquetas y alguna acrobacia, me puse un camisón fosforescente y un pantalón morado y me calcé unos desmesurados zapatones, pero antes de salir a buscar un circo, antes de enfrentarme a posibles espectadores, me di cuenta de que era un payaso muy triste y que la tristeza se me notaba en todo el cuerpo. Nada podía camuflarla. Es más: resaltaba entre tanto maquillaje. “No sirvo como payaso”, pensé, mientras dos lagrimones rodaban por la pintada cuesta de mis mejillas.
Entonces me dediqué a ir a los circos con el propósito exclusivo de observar a los payasos. Los del circo pobre y los del circo rico eran iguales, en el fondo y en la superficie. Reían en la misma tonalidad. Los rusos, los chinos, los estadounidenses, los mexicanos, los argentinos, los colombianos, todos hacían un descomunal esfuerzo para no llorar de verdad en escena. Luchaban contra sí mismos. ¡Vaya! si es que es muy difícil ser un payaso risible. Un payaso de verdad. Su alma despedazada se les asomaba por los ojos, y casi siempre estaban a punto de quebrarse en llanto. Creo que yo era el único que me percataba de esa tragedia y entonces me salía antes de que la función acabara.
Durante un tiempo los payasos ocuparon mis sueños. Y mis pesadillas. Los veía convertirse en monstruos, en zombis de torpe caminar, en recaudadores de impuestos, en verdugos, en presidentes de la república… Por considerarlo vergonzoso y estéril no consulté el caso con ningún psicólogo ni alquilé los oídos de algún psicoanalista. Hoy, ya curado de tales tormentos oníricos, salgo de vez en cuando por las calles con una guitarra verde en bandolera, y escucho a la gente, burlona, decir a mis espaldas: ¡ja, ja!, miren, qué risa, ese tipo se cree payaso”.
2.Estaba parado frente a un cajero electrónico de Junín. Delante de mí había unas muchachas de uniforme de colegio, que se filaban para hacer transacciones. Entraban de a dos. Y se demoraban. Quizá adentro, en la cabina, conversaban de sus novios, de sus profesores, de sus días en que dejarán atrás los cuadernos para dedicarse a aventuras de otra índole. Quizá. Cuando salían, las otras se entraban, y las que esperaban, les decían: “no se demoren”. Y más tardaban en su tarjeteo y conversa de vidriera.
Mientras lamentaba en mi interior no haber tenido un libro para tan larga espera, pasó un tipo de melena ensortijada, de tenis, y con una guitarra verde al hombro. No sé si palidecí. En otros días, ya lejanos, era casi un milagro ver una guitarra verde. No daba crédito a lo que estaba viendo. Cuánto tiempo busqué en vitrinas de almacenes de música una como la que ahora portaba el hombre que se alejaba hacia la avenida La Playa.
Quise abandonar la fila, pero me contuve. Ya había esperado mucho. Sí, pero sentía en mi interior el arrebato de salir tras él para decirle que, por favor, tocara la guitarra, que una guitarra de ese color debía sonar distinto, tener músicas propias, quizá en su caja sonora podría albergar a algún duende… Y ya estaba a punto de perseguirlo cuando las últimas muchachas salieron del cubículo y decidí (no vestirme de payaso, como en el cuento de Cepeda) entrar ahí. Y mientras hundía teclas y marcaba cantidades y clave, tuve la tentación de cantar una tonada que me pareció siempre de lo más surrealista: “un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña”, que podía irse hasta el infinito porque dos, tres, cuatro elefantes se balanceaban en una telaraña imposible, y así.
De pronto, llegaron las músicas de Soy un circo, un tango de Héctor Stamponi y Horacio Ferrer. Y decidí cantarlo a media voz: “Soy un circo, hermano mío, soy un circo, / secá tu llanto en la melena del león, / después vestite con mi frac de pajaritos / que el Quijote y Buster Keaton / nos esperan en el hall…”.
Cuando salí, enrumbé hacia la avenida por donde había desaparecido el de la guitarra. No estaba por ningún lado. Tal vez ya estaría en algún bus cantando canciones de emergencia o en un bar buscando una muchacha que le escuchara los arpegios y acordes de su vagabunda guitarra verde.