Necesitamos reconocer éste como un delito que se silencia por la sociedad y las autoridades civiles y eclesiásticas
Devastador, es el minucioso documento del periodista Juan Pablo Barrientos sobre casos de pederastia en la iglesia católica colombiana, que documenta con testimonios de las partes: entrevista a las víctimas y a los sacerdotes imputados, a las autoridades de la iglesia y de la justicia civil. Temor, desconfianza, a veces rabia, mucha tristeza, impotencia, son las emociones en las que se mueve el lector de esta desgarradora investigación que arrojó el libro Dejad que los niños vengan a mí. Señala como patrones del fenómeno: que los niños víctimas de este delito provienen de familias donde la figura paterna está ausente con una madre vulnerable por su débil situación económica; que los menores son reclutados para el servicio de la iglesia como acólitos o monaguillos, en grupos de catequesis, culturales, de deportes o scouts; que el victimario generalmente prefiere a los niños más agraciados y a los que buscan apoyo moral o económico; y enfatiza sobre el solapado y miserable comportamiento de quienes estando en una posición ventajosa por “edad, dignidad y gobierno” como son los curas, se aprovechen de los indefensos niños.
El libro abunda en detalles caracterizando el modus operandi del pederasta, en orden progresivo: convencer al “escogido” de que se le quiere de una manera especial y que debe confiar (en su victimario); hacerle caricias aparentemente inocentes, invitarlo a sitios reservados (casa cural, oficina, rectoría, habitación) cuando pasa a la etapa de manoseo, besos, palmaditas en el trasero y conminarlo a no revelar lo sucedido. Ante el desconcierto de la víctima tranquilizarlo con que “eso no es nada raro”, sobornarlo con regalos (desde confites hasta celulares y becas de estudio) para comprar su silencio. Ya en este punto el menor está tan confundido que no sabe si las cosas van por un camino equivocado, se siente culpable, pero sigue creyendo en su “tutor”. A este nivel el victimario arremete y ataca al pequeño con mayor intensidad: más seguido, a diario o varias veces en el día; más lejos, paseos en automóvil o a fincas fuera de la ciudad; más profundo, llegando a actos lascivos y a la consumación en las más aberrantes variantes.
Y los demás ¿qué hemos hecho? En primer lugar, está la negación que como sociedad se hace de una práctica que tiene señales de alerta muy características: el chico se vuelve huidizo en casa, retraído; cambia sus horarios de entrada y salida al hogar; sufre de insomnio y altibajos en su estado de ánimo; en el estudio baja su rendimiento; pierde la autoestima, se le ve llorando sin motivo aparente. Esto por decir lo menos grave, pues la investigación relata el caso del suicidio de un menor abusado y de otros muchachos que pierden para siempre su estabilidad emocional, con unas vidas de adultos atormentados por el dolor, la vergüenza y la desesperación, al no encontrar respuestas y apoyos de la jerarquía católica o de la justicia civil. Mientras, los pederastas se campean con prepotencia de los tribunales a las sacristías, son removidos de parroquia en parroquia para alejarlos de los sitios donde han cometido sus fechorías, al amparo de sus superiores que los encubren y los abusados cargan con sus vidas atormentadas por el fantasma de una violación temprana que los marca para siempre y por lo general son revictimizados.
Para su defensa, sacerdotes, diáconos, presbíteros y demás ministros acusados de pederastia, han diseñado estrategias de dilación en las medidas restrictivas que se les imponen; de burla a las leyes civiles, rigiéndose por los tribunales eclesiásticos que actúan de manera cómplice, aduciendo normas del concordato. Han llegado a pagar millonarias sumas (del óbolo dominical) para comprar su impunidad y cerrar los casos sin “escándalos”.
Figuran en el índice del libro curas que van cambiando de parroquia y hasta de ciudad, al ritmo de sus abusos a los menores; prefectos, rectores o profesores de prestigiosos colegios de Medellín y Bogotá; sacerdotes de farándula que luego de ser evidenciados por el periodista, fungen como youtubers o influencers; otros que logran saltar el charco y ser removidos al extranjero, llevando en su equipaje las recomendaciones de superiores encubridores. O el caso de un sacerdote que fue capellán de la gobernación y la alcaldía locales, denunciado según este documento por tres de sus víctimas. Y esta es otra discusión pendiente, pues siendo Colombia un país laico, no se entiende cómo las entidades del estado mantienen capillas en los sitios de gobierno, y más aún cómo el presidente se posesiona en nombre de Dios. De todos los casos estudiados, solo uno fue condenado, pero esquivó la cárcel y hoy goza de libertad, rodeado de niños en una comunidad local.
No es válido alegar que el celibato sea la semilla de la pederastia, porque esta agresión que se define como “la práctica sexual con niños” se presenta en todos los ámbitos de la sociedad. El asunto es que se acostumbra a confiar los niños a miembros del clero, como ovejas de un rebaño donde el pastor es el cura que dispone de cada ovejita a su libre albedrío. Necesitamos reconocer éste como un delito que se silencia por la sociedad y las autoridades civiles y eclesiásticas. El libro de Barrientos fue entutelado por la iglesia y una juez de Antioquia suspendió su publicación, pero volvió a las librerías. Todos debemos leerlo para no llamarnos a engaños, mientras la iglesia y la sociedad deben denunciar, sancionar y depurar a toda clase de pederastas.