¡Qué viva diciembre! Hablar de Navidad en nuestro país es hablar necesariamente de tiempo en familia, pues, independiente de las creencias e intenciones por las que se festeje, lo primordial es aprovechar el tiempo al máximo para “ser familia”. Sin embargo, paradójicamente en nuestro país, según cifras oficiales, los días más violentos del año son aquellos dedicados a encontrarse con los propios. Año tras año, el día de la madre y la Navidad encabezan, por mucho, el deshonroso primer puesto de muertes violentas. En estos casos, tristemente, la sangre no llama sangre... la derrama.Hay tanta complejidad en comprender este asunto que, a simple vista, nada parece dar las luces necesarias para responder ¿Qué hay en nuestro ser que nos lleva, no solo a hacer de estas celebraciones un caos, sino a renunciar a los lazos familiares, sanguíneos y fraternos para cometer los más despreciables actos cualquier día del año? Empero, aún existe una pregunta que, si bien puede darnos un punto de partida para respondernos lo anterior, nos para frente a nuestra tradición para examinarla con detalle. Saber dónde y cómo comienza el sentido de pertenencia y el reconocimiento de un individuo como parte de una familia, nos ayudará a entender por qué en estos casos es tan (aparentemente) fácil renunciar a ella.Lea también: ¿Y si le quitamos las falacias argumentativas al discurso político?De este modo surge la necesidad de revisar las diversas concepciones propias del término “familia”, es decir, para comprender cómo funciona, debemos entender qué significa. Así, nos dice Jean Luis Flandrin, los primeros diccionarios franceses e Ingleses definen “familia” como 'las personas emparentadas que viven bajo el mismo techo' (Le Petit Robert). Esto explicaría por qué en algunos casos las personas adoptadas se niegan a entablar cualquier tipo de vínculo afectivo con su familia biológica y sí, en cambio, tejen tan fuertes lazos con su familia adoptiva. Sin embargo, una concepción distinta sobre el mismo concepto (“familia”) se manifiesta en el momento en que estas personas adoptadas emprenden la búsqueda de sus raíces y procedencia en aras de comprenderse y conocerse a sí mismos a través de su linaje. En este punto, la expresión “la sangre llama” nos enseña otro de los múltiples modos que tenemos de relacionarnos con el concepto “familia” y, en este sentido, la consideración de “familia” como “linaje” o “sangre”, ha desprendido un sin fin de imaginarios y ha atribuido responsabilidades de orden social. No obstante, a la par, esta concepción nos ha hecho mirar a otro lado cuando se trata de sucesos atroces de madres contra sus hijos, estos contra sus hermanos y entre cónyuges; pareciera que acá la sangre no llama, o que, simplemente, deja de importar dicho llamado.Es así como, por ejemplo, podemos ver historias de traición entre familiares íntimos y entrañables, entre la misma sangre, a lo largo de la historia. Basta con mirar las primeras páginas del Antiguo Testamento para hallar claros ejemplos de situaciones donde la sangre “no pesa”. No refiero solo al publicitado fratricidio de Caín contra Abel, sino, también, al entramado de engaños y mentiras que Rebeca teje para conseguir que su esposo Isaac bendiga a su hijo Jacob por encima de Esaú, legítimo heredero y favorito de su padre.Le puede interesar: ¿Qué nos dice el arte sobre la violencia?Con todo lo anterior, vale la pena preguntarse cuánto importó la sangre en estos casos, y la respuesta es que si la concepción de “familia” ha de entenderse en términos de “sangre” o “linaje”, resulta sencillo omitir esta información al momento de consumar actos violentos contra ellos, los nuestros. Por esto, es necesario apropiarnos de un sentido de “familia” que trascienda lo determinado por la biología y que nos conecte con las genuinas demostraciones de lo fraterno, lo verdaderamente humano.Felices fiestas con los que queremos, los propios, más allá de un gen.