Un rebelde, en el sentido que le daba Albert Camus a esa palabra, es alguien que se levanta contra la muerte, la injusticia, la miseria, la utopía totalitaria, para reformar la sociedad por la vía de la discusión
El 11 de marzo votaré por Alejando Ordóñez Maldonado en la “consulta interpartidaria”. Ordóñez no es un político profesional. Es un hombre de leyes, de códigos, un brillante jurista, que ha llegado a la vida política por imperativos patrióticos y por un agudo sentido del deber moral.
Su desempeño como presidente del Consejo de Estado, primero, y como procurador General de la Nación, después, fue un ejemplo de pulcritud y eficiencia. Y de determinación. El combatió con denuedo, poniendo en peligro su vida, la corrupción administrativa. Se levantó contra la pretensión de las cortes internacionales de modificar las fronteras de Colombia. Luchó con éxito contra Piedad Córdoba, quien utilizaba su investidura de senadora liberal para servir los objetivos subversivos de las Farc. Mientras otros se limitaban a lanzar frases, Ordoñez logró su inhabilitación en una batalla de derecho que el país no debería olvidar. Batalló enseguida, con igual éxito, contra el terrorista amnistiado Gustavo Petro quien, como alcalde, incurrió en ilegalidades por su obsesión de hacer de Bogotá un laboratorio de ensayo y un terreno de aplicación del arsenal teórico chavista. Los resultados de esa aventura fueron padecidos por todos los bogotanos. Pocos han olvidado eso y la capital de Colombia aún no logra recuperarse de ese nefasto periodo.
De los siete u ocho candidatos a la presidencia de la República de Colombia Alejandro Ordóñez es el único rebelde. Un rebelde no es un revolucionario, un destructor ciego y violento. Un rebelde, en el sentido que le daba Albert Camus a esa palabra, es alguien que se levanta contra la muerte, la injusticia, la miseria, la utopía totalitaria, para reformar la sociedad por la vía de la discusión, aceptando, al mismo tiempo, que nuestro ser, nuestra humanidad, es limitada y fragmentada.
Camus escribió un día este párrafo que debería asombrarnos por su pertinencia ante la Colombia de hoy. Cada palabra aquí nos interpela: “Estamos en la época de la premeditación y del crimen perfecto. Nuestros criminales no son ya aquellos niños desarmados que invocaban la excusa del amor. Son adultos y su coartada, por el contrario, es irrefutable: la filosofía puede servir para todo, incluso para transformar a los asesinos en jueces”.
Contra un estado de cosas inaceptable, contra ese clima de premeditación y de crimen perfecto, Alejandro Ordóñez se puso en movimiento. El panorama de nuestras miserias institucionales y políticas explica la radicalidad de su compromiso político y de su programa de gobierno.
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Los actuales candidatos a la Presidencia son de tres clases. Un primer conjunto quiere la aplicación irrestricta de los acuerdos Santos-Farc. Los segundos buscan acomodarse a una parte de esos acuerdos. Una tercera quiere abolirlos por completo. Estos últimos son los que tienen claro qué son esos acuerdos y reconocen la naturaleza pérfida y mortífera de sus cláusulas. Alejandro Ordóñez es el campeón de ese grupo.
Los otros quieren la continuidad de Santos. Unos totalmente y otros parcialmente. Incluso los que estaban contra lo pactado en La Habana a espaldas de Colombia, piden ahora que nos acomodemos a una parte de esa construcción letal. Alejandro Ordóñez pide la ruptura e impartir una justicia, aunque sea “transicional” e imperfecta, a los criminales de guerra y de lesa humanidad de las Farc. Sólo los hipócritas pueden aducir que esa tesis es “extremista”.
El objetivo declarado de Ordóñez es la reconstrucción del Estado de derecho, la protección de la familia y la lucha contra las ideologías de muerte. Quiere un país donde se puedan controvertir todas las ideas y proyectos, incluyendo las concepciones personales, políticas y religiosas del mismo jefe de Estado. Pero dentro de las vías de derecho. Y no volver a la perversión institucional de Santos: imponer cambios de sociedad centrales, como el matrimonio homosexual, por la vía judicial, sin debate democrático en el Congreso. Santos dejó que la Corte Constitucional legislara y se arrogara poderes abusivos, como el de imponerle a la sociedad reformas sin deliberación.
Ordóñez es el único de los candidatos que defiende las banderas que levantaron heroicamente los colombianos el 2 de octubre de 2016 en el plebiscito nacional: no queremos los pactos de La Habana. Ese mandato ciudadano fue traicionado por el gobierno y abandonado por algunos de los que abogaban por el No antes de esa votación histórica. Uno de ellos dice que si gana la Presidencia sólo le haría “modificaciones en tres o cuatro puntos” a esa capitulación infame, pues considera que el resto del acuerdo, ajustado con una montaña de mentiras, es ahora aceptable y el país debe resignarse a cargar ese fardo que destruirá el edificio democrático.
La falla teórica y política de los partidarios de la aceptación parcial de los pactos de La Habana llevará al país a un nuevo callejón sin salida. Los que creen que con el fin del gobierno actual se arreglarán las cosas, se equivocan. Alejandro Ordóñez tiene un discurso realista y firme frente a ese punto capital. Nadie puede hablar de obtener la paz, reconstruir la economía, defender las libertades, atraer capitales extranjeros y avanzar hacia la reconciliación interna si acepta todo o una parte de ese bloque de coherencia anticapitalista y antidemocrática que son los acuerdos de la Habana.
Alejandro Ordóñez no está llamando a la insurrección. Pide la sublevación moral del país, el voto para reconstruir el tejido institucional colombiano. Él sabe que, como decía Camus, “el rebelde rehúsa utilizar la violencia al servicio de una doctrina o de la razón de Estado. Pues toda crisis histórica termina encausada por instituciones”.
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