¿Qué otra capital, toda una metrópoli, ha sido tan esculcada y saqueada como lo fue Bogotá?
A juzgar por el ruido dominante, cualquiera diría que Colombia se volvió corrupta de la noche a la mañana. La que otrora fue modelo de virtud, santuario inaccesible al pecado y la tentación, de pronto, atacada por un extraño virus, devino en antro. Pues no: la corrupción nos es raizal. Procede de la propia matriz. Y la que portamos hoy la cargaron nuestros abuelos, llegados de la Península, muchos de los cuales eran forajidos, o presidiarios que ya no cabían en las cárceles de España y entonces Isabel la Católica, que eras una mujer pragmática, como debía serlo todo buen monarca, nos exportó esa plaga para que nuestros aborígenes la lidiaran, a tiempo que los conquistadores clavaban su pica y bandera en estas tierras ignotas. A dicho destierro masivo le sumaron los judíos sefaradís, con quienes la nobleza ibérica no se entendía por razones religiosas y por motivos de rivalidad económica que no confesaban por pudor.
En mi pasada columna mencioné, a guisa de ejemplo, algunos episodios emblemáticos de dicha venalidad heredada, que marcó a nuestra élite desde antes de la Independencia misma, cuando el segmento, siempre en ascenso, de los llamados “criollos”, proscrito de la alta administración colonial, era sin embargo dueño y señor del pujante mediano y pequeño comercio, y de los cultivos agrícolas además. Hablé, a vuelo de pájaro, de la desmembración de Panamá y el incierto final de la tardía indemnización en dólares que, a modo de indemnización, para cerrarnos la boca, nos dieron los gringos. Cité también la caída de Rojas Pinilla, a consecuencia de las jornadas de mayo en que una nación asqueada se levantó entera exigiendo su retiro. Algo, acotémoslo de paso, muy parecido, al menos en su tamaño, a la consulta anticorrupción que acaba de cumplirse.
Me faltaron ciertos hitos, como el ambiente mefítico reinante en Santa Fe de Bogotá, que originó el atentado contra el Libertador y el consiguiente abandono deliberado que se hizo de su persona, huyendo moribunda hacia Santa Marta, donde finalmente expiró. Y ya que hablamos de Bolívar, cómo no mencionar la desaparición del cofre que contenía el cuantioso empréstito de Inglaterra en monedas de oro. Cofre dizque hundido en alta mar, en el barco en que lo traía Francisco Antonio Zea, ínclito, por siempre paradigmático ciudadano encargado por el presidente Libertador de tan delicada misión.
E insisto aquí en la última, o penúltima, de nuestras grandes vergüenzas comprobadas, el robo de Bogotá. ¿Qué otra capital, toda una metrópoli, ha sido tan esculcada y saqueada como lo fue Bogotá? Sin que los responsables indirectos (que ahora, por cuenta de la inmundicia que nos asfixia, fungen de Catones) se hubieran despeinado siquiera. A algunos de ellos los pudimos oír como cantores y pregoneros de la reciente consulta anticorrupción. Y yo me pregunto cuándo rindió cuentas por ello el partido que a la sazón mandaba en la capital. Y cuándo alguien se las pidió. La indiferencia de la sociedad frente al delito es tan grave como lo cometido por sus autores.
Lo antes relacionado es apenas una muestra visible por la calidad de sus protagonistas. Ya completaremos el recuento de un mal que nos es crónico, ahora recrudecido con la irrupción del narcotráfico, que envilece los valores y principios de cualquier sociedad, por moderna y madura que se presuma. Lo que padecemos aquí, en fin, se confunde con nuestros genes y ya es una endemia, igual o peor que la muy proverbial que sufre Méjico desde siempre. En lo que a nosotros respecta, el bochorno que nos embarga pudo medirse en las urnas, lo cual algo ayuda, si bien no tanto como se cree. Con lo registrado en ellas reaccionamos y abrimos los ojos. Pero no es suficiente. Falta que el Establecimiento, o la institucionalidad, haga lo suyo para ir despejándolo.