Millones de venezolanos, así algunos digan que son sólo centenares de miles, huyen de un gobierno que los persigue sin que existan dentro o fuera del país líderes fuertes que los defiendan
La convocatoria del chavismo a elecciones presidenciales y el desconcierto que esta produjo entre los partidos de oposición, que antes le dieron la batalla al Gobierno desde la MUD, han acelerado el desastre político-económico, acrecentando la desesperanza de una población que no recibe protección del Estado, guía de la mayor parte de sus líderes y apoyo de la comunidad internacional.
Después de ordenar a la Constituyente que llamara a elecciones, Nicolás Maduro está demostrando que no respetará límites para consolidar la tiranía que inauguró su predecesor. Aunque están avisados de lo que le espera a su país, dirigentes opositores como Henry Ramos Allup, han dado el brazo a torcer anunciado que aceptan la convocatoria e invitando -¿ingenuidad o descaro?- a la comunidad internacional a legitimar un proceso electoral que viola todas las reglas de juego de la democracia. Entre tanto, el Gobierno aumenta la persecución policial y económica contra sus detractores mientras ofrece gabelas, ínfimas pero regalos finalmente, a quienes se comprometan a votarlo.
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La profundización de la crisis, que ha estado acompañada por la indolencia de la ONU y los países que pudieran amparar a esa sociedad, ha desesperado a un pueblo que demostró bravura al salir a las calles arriesgado su vida -fueron asesinadas casi 200 personas- e integridad -hubo más de 3.000 heridos y de 5.400 víctimas de detención arbitraria-. La represión y la miseria han empujado al pueblo venezolano a una huida que ya rebasó la calidad de migración para ser claramente una tragedia que exige realizar acciones protectoras, con apoyo internacional.
Las verdaderas dimensiones de la diáspora venezolana no son conocidas por un gobierno descontrolado y ajeno a rigores técnicos. Pero tampoco son bien conocidas en los países destino: Colombia, que es la puerta de salida, y aquellos que han ganado reconocimiento como acogedores: Estados Unidos, España, Perú, Chile, Uruguay y Argentina, principalmente. La Cancillería colombiana ha reconocido que cada día 35.000 venezolanos entran por los pasos oficiales, no los centenares de corredores informales que se han construido en los 2.219 kilómetros de frontera. El Gobierno Nacional no sabe cuántos transeúntes de ese 1’050.000 mensuales retornan, cuántos permanecen y cuántos siguen su viaje; sólo se limita a señalar, como lo hizo la canciller Holguín, que la migración es “yo no diría masiva, porque los números tampoco dan para llamarla masiva como se ha dicho”. Hasta el inicio de esta semana, los registros daban cuenta de la existencia de 552.494 migrantes, de los cuales 146.803 han tramitado su Permiso especial de permanencia, PEP, y 374.691 permanecen como informales. Contra ese dato, las organizaciones de venezolanos en Colombia estiman en dos millones los colombianos que retornaron y los venezolanos que se refugiaron en este país.
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El descuido del Gobierno Nacional frente a esta tragedia, que es una anormalidad difícil de gestionar porlas regiones y ciudades receptoras, es germen de anomalías que impactan la calidad de vida de los migrantes y los nacionales, causan inseguridad y terminando generando indeseada conflictividad entre nacionales y refugiados. Las pruebas están en el aumento de la informalidad, la explotación laboral sobre muchos de ellos, la participación de algunos en actos violentos y choques interculturales, algunos de ellos con consecuencias deplorables.
Si el descuido es el germen de una crisis que no puede ser la verdadera respuesta a quienes ayer recibieron a millones de colombianos, que llegaron a cuentagotas en una emigración de décadas, las respuestas serias, que permitan exigir compromisos de la comunidad internacional, han de ser la alternativa. Ellas pasan por la muy recomendada de la declaratoria de una crisis humanitaria, que impondría acciones de emergencia para ofrecer trabajo, salud y educación a quienes son tratados como migrantes; entre las alternativas no se pueden descartar el reconocimiento del estatus de esos ciudadanos como refugiados y la consecuente conformación de campos de acogida, donde sea posible ofrecerles asistencia del Estado e internacional que permita paliar sus graves necesidades.