Historiadores y politólogos enumeran las mentiras del gobernante y nadie se sorprende.
De Rumania y Checoeslovaquia proceden los choros o romas, los llamamos en Colombia gitanos y así se denominan en todo el mundo hispánico, su habla no es reconocida como idioma formal pero su riqueza étnica es parte del legado español en América. El roma o romaní tiene en el caló una expresión que entre nosotros en Latinoamérica se deja ser como lunfardo en Argentina o habla camajana en Colombia; el habla es poder de la lengua y traza la renovación y conmoción de las academias de la corrección idiomática y los del “buen hablar” rechazamos esa dinámica y esgrimimos los diccionarios, endebles escudos para un movimiento vertiginoso que es la vida del habla cotidiana.
Ser un choro, ser un chorizo es algo que se entiende sin más. Y el chorizo es de por sí un engaño. Colombia es una nación chora, choriza, gitana, ladrona y mentirosa. Historiadores y politólogos enumeran las mentiras del gobernante y nadie se sorprende; un plebiscito no es una consulta obligante. Todas las palabras esenciales se deforman en sarta, como chorizos; rebelión no sofocada es guerra; paz es nuevo nombre para el viejo conflicto; justicia es el nombre para un perdón sin orillas; los secuestros son retenciones con fines pecuniarios; los sediciosos son ahora constituyentes primarios; zonas de despejes son zona sin soberanía, de propiedad de los rebeldes.
De España procede la tradición choricera y la habrán ellos aprendido de fenicios y turcos. Hacer chorizos es arte ancestral, no tanto lo de adobar los restos, sí lo de hacer pasar una cosa por otra; los mentirosos, impostores y ladrones están bien retratados en la literatura castellana. Y en cualquier supermercado colombiano usted puede comprar “jamón” que es solo diez por ciento de trozos de carne en una masa de grasas emulsificadas y vegetales de origen desconocido. Y todo así. Y es que el que miente roba, y saco en limpio a los carniceros que me proveen de chorizos que son un dulce engaño que acepto.
En este arte menor de la choricería no hemos sido malos alumnos los colombianos, ya en el siglo XIX nos disputábamos como excelsos carteristas, con la competencia chilena, a Madrid como plaza para nuestras fechorías. De manera que hace años los guerrilleros de las Farc, disfrazados de fuerza pública, incluido un perro callejero disfrazado de pastor alemán antiexplosivos, tomaron a 12 diputados del Valle del Cauca como si fueran a salvarlos de unos atentados, mientras los convertían de verdad en sus rehenes y los sacrificaron luego de manera cruel. Mejor dicho, nos dieron chorizo. El procedimiento del chorizo en la liberación de Íngrid se repitió con perfección. No fue ya buseta el vehículo sino helicóptero recién pintado, ni fue acción sorpresiva y a mansalva sino directa, con la vigilancia al frente, y los detalles y la escenografía se acercaron al virtuosismo de las producciones del cine.
Es un arte menor el arte del chorizo, meter gato por liebre, doblegar por las artes de Ulises a las fieras no es poca cosa, es parte de nuestra innata capacidad histriónica de imitar, de engañar para obtener nuestros fines. Hay que finalizar diciendo que cuando a uno se lo hacen duele el amor propio pero cuando se logra lo contrario, con un opositor de respeto, la alegría se acerca extrañamente al sentimiento del éxito. No tanto, exagero: se parece más al sentimiento del vendedor a quien el proveedor no paga por alguna razón y frente a ello dice: “pero me queda el consuelo de que le vendí bien caro”.