(Reseña de El Armario, una creación de juventud del autor de La montaña mágica)
El joven Thomas Mann, antes de irrumpir con una explosión novelística en las primeras luces del siglo XX, era un escritor de cuentos que comenzó a saber que, en efecto, su vida, en la que muy rápido descubrió que trabajar para otros no era negocio, estaría dedicada a la literatura. Sus comienzos con La caída (1894) lo marcaron con un estigma indeleble en su entonces todavía vida bohemia entre Italia y Múnich. Escribió otros cuentos, como La voluntad de ser feliz y El pequeño señor Friedemman (obra maestra, trágica, con música de Wagner), este último publicado en una revista berlinesa de la editorial Fischer.
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Ya estaba escribiendo Los Buddenbrook, obra en la que, según él, tardó dos años, cuando concibió y publicó un extraño cuento, El armario (1899), que puede ser una especie de retorno a lo gótico, o, de otra manera, una recordación a guisa de homenaje al polifacético escritor prusiano Hoffmann, un estandarte del romanticismo alemán. Hay que decir que, mucho tiempo después, el consagrado autor de Muerte en Venecia, La montaña mágica, José y sus hermanos y de las Confesiones del estafador Félix Krull, entre otras obras de formidable calidad literaria, escribiría en sus diarios lo siguiente: “El romanticismo es un mundo sucio. No quiero saber más nada de él”.
El peso, relativizado, del tiempo
Mann, que tendrá en varias de sus creaciones la enfermedad (o la peste) como un tema fundamental, introduce en este relato de juventud la suerte de un hombre que ha sido diagnosticado con una enfermedad terminal y al que, según los médicos, le queda muy poco tiempo de vida. Es un tipo que representa una edad entre los veinticinco y los treinta años y al cual, de acuerdo con las evidencias que se transmiten en el cuento, el tiempo le importa muy poco. Aquí, en esta breve narración, ya se advierte el interés del autor por el tratamiento del tiempo, como lo va a hacer, en otra dimensión y con otras características, Marcel Proust.
Digo que El armario es un cuento extraño porque, además del asunto del tiempo sin calendarios ni relojes, como lo ve y siente el protagonista Albrecht van der Qualen, tiene la presencia inaudita, o quizá insólita, de una mujer sorpresiva, que aparece de súbito una noche, cuando el viajero que ha detenido sus pasos llega a descansar en la habitación del tercer piso de un inquilinato. El coñac que porta puede darle una dimensión de conquista y tranquilidad al hombre que se topa en el armario de la habitación a una mujer desnuda, de “alargados ojos negros” y con expresión de dulzura en sus labios. Insinuante.
Albrecht es un viajero de tren que se aparta de su itinerario (parece ir a Florencia) en el expreso Berlín-Roma. En el cuento aparecen tres mujeres. La primera, que él ve por la ventanilla, es una dama gorda y alta, embutida en “una larga gabardina”, con una bolsa de viajes que a él le da la impresión de que pesa toneladas. Es una visión fugaz, en la que la imagen que prevalece es la del labio superior de la señora perlado por diminutas gotas de sudor.
La otra, es la casera, alta y flaca, vieja y larga (así la describe), que lo atiende después de que Albrecht, en un arrebato sin explicación, decidió bajarse del tren en una estación de una ciudad desconocida y camina y camina hasta llegar a un extramuro donde encuentra un inquilinato. Y, claro, la tercera, es la aparición al final de una mujer inexplicable que cuenta historias tristes y que hace del relato también una especie de evocación de Scheerezada y sus noches infinitas.
En El armario, con velocidad de tren de pasajeros, hay una visión de la muerte, del sueño y del tiempo que al final de cuentas poco debe interesar a uno que está condenado a durar poco. O sí: el enfermo está en un tiempo regresivo que lo hace, además de olvidar los medidores de minutos y horas y días, aprovechar el presente. Albrecht, que no se nota angustiado por su situación de muerte inminente, es un ser poco o nada piadoso, que está solo por recoger la flor del día. Le parece que la señora del inquilinato es “como un espectro, como un personaje de Hoffmann”, quizá vista de ese modo por la luz (y las sombras) de la lámpara de petróleo. Lo conduce hasta una habitación “lastimosamente fría, con paredes desnudas y blancas”, con tres sillas rojas, un lavabo con espejo y un armario ropero. Ah, claro, y una cama de apariencia pesada.
Van der Qualen ha llegado a un arrabal. Esto puede ser un símbolo. Una metáfora de lo último que queda en una trayectoria. El suburbio como alegoría de lo que se está yendo, de lo que está alejado del centro, que puede ser la vida, con las dinámicas más atractivas de una ciudad. El protagonista entra a un restaurante y sigue una dieta de enfermos, o esa es la impresión que da con la sopa juliana con pan tostado, la mitad de una pera, un bistec con huevo, queso cremoso italiano, compota y vino. La frugalidad de alguien que parece no estar ya interesado en los placeres de la mesa.
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La aparición de una mujer inesperada (¿Cómo se metió al cuarto? ¿Quién la llamó? ¿Qué hace desnuda en un armario?) le proporciona al cuento, aparte de un aumento final en la tensión, un ingrediente carnal, erótico, con una exposición de piel y deseos a la vista. Es una mujer que cuenta historias y que el huésped acepta que se las cuente. Y es entonces cuando uno como lector puede pensar que se trata, en rigor, de una hetaira, una especie de rara cortesana que quiere hacer menos sola la soledad del visitante.
Sí, por qué no. Puede ser una dama que, como las que se preparan con historia y geografías diversas, con libros de viaje, con filosofía, con las artes de mostrar con gracia su cuerpo, pero ante todo con un extraordinario talento para la narración, la conversación, está ahí para hacer menos dramática la situación de un hombre que puede estar inmerso en una ensoñación ante la noticia, ya vieja, de que le quedan pocos meses de existencia. No hay indicios de que la mujer del armario cobre por sus servicios. Ni si el viajero paga.
El narrador termina con una serie de interrogantes al lector, para que las dudas —o, si se quiere, la imaginación— se esparzan, sin necesidad de cifras, de desenlaces precisos, ni siquiera sugeridos. Es un cuento sobre la incertidumbre. Lo que le confiere una rauda dinámica como la que se siente y se advierte al ver los paisajes que pasan cuando se mira por la ventanilla de un tren rápido. Un tren de ausencias y despedidas.