Tzvetan Todorov y la dignidad al límite

Autor: Memo Ánjel
9 febrero de 2017 - 12:00 AM

Esta semana, el mundo le dijo adiós al lingüista, filósofo, historiador, crítico y teórico literario Tzvetan Todorov, cuyas reflexiones son abordadas por Memo Ánjel en este texto. 

Medellín

"Estamos hechos de lo que otros nos han dado. Primero los de nuestro país y después de aquellos que nos cercan”. 
“La diversidad humana es infinita; si quiero observarla, ¿por dónde empiezo?”.

Tzvetan Todorov. Nosotros y los otros.

La indignidad
Que vivimos días de indignidad, ya es un lugar común. Y si a alguien se le pregunta qué es lo digno, se quedará mirando, meterá sus manos a los bolsillos inclinándose un poco hacia adelante y dará la vuelta despacio, sino es que corre y grita. La palabra digno es un golpe que nos saca el aire, debido quizá a que es el concepto más traicionado y puesto en cuestión, pues los dignos de estos tiempos, con un poco de investigación, resultan siendo indignos y en esta caída moral se niegan a bajarse de las estatuas, salir de los cuadros y fotos,  devolver las medallas y cartones y, lo peor, a decir qué pasó. 


Así que, para como están las cosas, es mejor hablar de indignidad, expresión que permite más libertinajes, lucir lo mal hecho y pregonar la contradicción. Y en este juego que rebasa lo absurdo y se cubre con lo vulgar, que burla normas y plantea todo tipo de direcciones encontradas, el indigno logra un espacio en la esquizo-sociedad y sonríe estirando las comisuras, admite y recibe aplausos programados y al final es literatura fantástica, es decir, análisis político y agenda apretada para propiciar el olvido. 
Y es que, yendo de un punto a otro, convertido en datos fluctuantes, el indigno viaja por la moral como un turista, se indigna con los cajeros electrónicos y los porteros de hotel y al final desaparece como parte de un paisaje contaminado. Y no pasa nada. O si pasa, para más susto.


Y este indigno que no es un personaje sino muchos, se multiplica como una bacteria de peste. Y el asunto no es de estos tiempos  sino que corre sin riendas desde la historia moderna (desde las navegaciones de Colón), ya amparado por los dioses o por los hierros que carga, por las leyes que hace a su amaño y por la codicia, que es un contagio del oro propiciado por un rey de Mali (dicen las crónicas), que pesaba a sus huéspedes en ese metal y daba el resultado como regalo, aunque a veces lo hacía tragar fundido y esto alteraba la fiesta, como cuenta Felipe Fernández Armesto en su libro 1492.


Y no sé qué tenga que ver este año, que fue de descubrimientos e invasiones, pero fue el principio de la contaminación moral: el de Iván el terrible, el de los muchos desplazamientos por el Mediterráneo, el de la contracción de los imperios asiáticos y el de la conquista de América. Por los cuatro puntos cardinales aparecieron los indignos preguntando por el oro, empalando a los que no sabían y engañando a los cándidos que lo lucían en los cuellos y los ídolos de su clan. 
Y en esto de la indignidad, se coció la mentira(¿la pos-verdad?), la falsificación continuada, la visión del otro según los pecados que cargaba el clasificador y la rapiña, que es un estómago sin fondo y con muy malas digestiones.

La aparición de lo extraño.
Nuestras sociedades, esquizofrénicas según Jacques Deleuze (lo que implica que están conformadas no por seres que se ven el uno al otro sino por individuos que se ven así mismos a través de avisos y deseos de consumo), se caracterizan por la irrupción permanente de lo extraño ansiado: las variedades de los últimos modelos, las nuevas maneras de acceder a lo mismo, los catálogos del yo que triunfa, las conveniencias políticas. Y esta extrañeza no nos permite estar en un solo sitio sino flotar empujados de un querer a otro, sin terminar de consumir o entender lo anterior y gastando en ello el dinero que no tenemos o las pocas ilusiones (alusiones) que resisten. Y en este extrañamiento, que es una especie de dosis de presunto modernismo (hay que mover las economías con lo no esencial y las ideologías con emociones), se vacila ante lo que no está compuesto por sueñoso por el yo exento del nosotros. Así que el otro, como otro y realidad viviente y no impresa o aparecida en la pantalla, también resulta extraño al final, pues es de carne y hueso y no de papel o de plasma, y está ahí sin poderse anular con un clic y contiene algo que, bien estudiado, se le puede quitar si la memoria lo etiqueta en alguna clasificación baja: un inmigrante, alguien de un país en vías de desarrollo, un parado, un profesional sobreofertado etc. En este punto, el del otro como oro por explotar o sujeto por excluir pues no tiene nada, aparece TzvetanTodorov, el pensador franco-búlgaro (paisano de Elías Canetti y del bacilo que hace posible el yogur), que habla del otro como de un extraño (estaría sujeto a mis extrañezas) que podría servir a la esquizofrenia que habitamos o al que habría que anularse en términos económicos o políticos no es rentable.


Caminamos por la cuerda floja de la rentabilidad, de los índices de producción y de imagen.Y esto que pasa no ha caído de alguna cápsula perdida en el cosmos sino que ha sido heredado de la tradición del saqueo (o del saco, como se nombra al que hizo en Roma el emperador Carlos V) de unos a otros, antes de manera colectiva y a través de ejércitos y ahora de forma individual, lo que amplía el espectro y a la vez lo fragmenta, creando un enorme caos y la proliferación de relativismos, que es la mejor forma de no saber sino de creer según los fantasmas que carguemos. 

Los bárbaros
Tzvetan Todorov escribió sobre significados y orígenes, exclusiones e inclusiones, ideologías y totalitarismos, fantasías literarias, alteridades en la puerta, humanismos fracasados, ilustraciones alteradas y algo sobre un Jean Jacques Rousseau pensante. Y a lo largo de sus textos sobre política, historia y cultura, jardines imperfectos y memorias incompletas y abusadas, campeó la palabra bárbaro, esa que los griegos inventaron para encerrarse en ellos mismos (aunque robaron muchas ideas persas y de la India) y no admitir del otro más que una relación comercial o de sometimiento a sus intereses. Y en este imaginario que tenemos de los bárbaros, creado por las presunciones y conjeturas, por imágenes retocadas y miedos para consumir, se pierde el concepto de filia (amistad) posible y, al no ser capaces de ser amigos del otro, aparece la indignidad, el desprecio por el conocimiento ajeno y el afán de someter la alteridad en calidad de cosa usable y botable (como pasa con la tierra) y no de un tú con respuesta, como dice Martín Buber, para quien Dios entró en eclipse.


La amistad es el último recurso que nos queda para que lo construido no se caiga de a pedazos, como la pintura y los papeles de colgadura de una casa vieja o las virutas de una madera mordida por las termitas, que con rabia muerden hasta carrileras. Pero contra la amistad, que implica vernos en el otro y ser con él, está la indignidad, este blasón terrible que se luce y evade lo real, destruye memorias, alienta olvidos y fomenta independencias fútiles para ser más esclavos de nosotros, que es un querer ser lo que no somos a la par que anulamos la alteridad, que es la única realidad posible. Sin el afuera, el yo (mi fuero interno) es un punto en constante disminución. Y a más disminución del yo, a más vacilaciones frente al otro, más atrocidades, más miedo y menos escape de la memoria. Pero ¿para qué la memoria si buscamos olvidarnos de nosotros? 
La dignidad al límite, fue la propuesta de Tzvetan Todorov, entendiendo por límite ese punto en que nos desbordamos y ya sólo somos indignidad. 

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