Es totalmente inaceptable que se ponga a los niños en el centro, no solo por el perjuicio que se les causa al ser separados de sus padres sino porque se les está usando como instrumento de presión para los intereses de Trump.
La revelación hecha la semana pasada por el Departamento de Seguridad Nacional (DHS) de los Estados Unidos, según la cual unos 2.000 menores de edad inmigrantes fueron separados de sus familias en la frontera con México en un lapso de seis semanas, desencadenó una presión tan fuerte, tanto en el ámbito interno de esa nación con los propios republicanos a la cabeza, como en el plano internacional con el Papa, el Consejo de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos y gobiernos de otros países como voceros, que el gobierno del presidente Donald Trump, quien siempre ha hecho alarde de su dureza negociadora, tuvo que rectificar ayer mediante una orden ejecutiva que mantendrá unidas a las familias de migrantes sin papeles.
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Si bien el magnate dio su brazo a torcer después de que las dolorosas imágenes de los niños llorando en los campamentos le dieran la vuelta al mundo, se aseguró de apretar las tuercas en otros frentes para conseguir los que han sido sus objetivos prioritarios: primero, obtener la financiación para construir el muro en la frontera con México, que fue una promesa de campaña y, segundo, presionar al Congreso para que le apruebe una nueva legislación migratoria. Además, Trump pidió al Fiscal General que revise el fallo judicial de 1997 según el cual ningún niño, así esté con sus padres, puede permanecer en un centro de detención por más de 20 días y que busque acelerar los procesos judiciales, mientras que el Departamento de Defensa quedó encargado de construir las instalaciones para albergar a las familias.
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Según la información divulgada por las propias autoridades norteamericanas, entre el 19 de abril y el 31 de mayo del presente año, 1.995 menores de 18 años fueron separados de los parientes adultos con quienes viajaban, acusando a los mayores de entrar ilegalmente al país, violar las normas migratorias o de posibles conductas criminales. Según el DHS, la cifra de adultos detenidos alcanzó los 1.940. Este grupo de personas habría sido interceptado en puntos de acceso no autorizados, mientras que otros 85 menores fueron separados de sus familias en puntos legales de migración entre el 1 de marzo y el 6 de junio pasado. Hasta antes de ayer, Trump siempre se defendió diciendo que estaba cumpliendo la ley, pero la orden ejecutiva firmada ayer dejó claro que no había nada que por su propia voluntad no pudiera cambiar y que lo que estaba haciendo -y lo seguirá haciendo mientras pueda- era crear un escenario favorable a sus intereses: presionar a los demócratas en el Congreso a aprobar su reforma migratoria y, de paso, los recursos para la construcción del muro, y medirles el aceite a sus bases republicanas con vista a las elecciones legislativas de noviembre, en las que Trump necesita aumentar la bancada conservadora si quiere asegurar el camino de su reelección. De hecho, una encuesta de Ipsos mostró que un 55 % de las bases republicanas apoyaban la postura de Trump de separar a las familias como vía para persuadir a los potenciales inmigrantes ilegales a desistir de su empresa, lo que indica que para un número creciente de su electores, el presidente estaba haciendo lo correcto.
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Frente a la crisis humanitaria en desarrollo puede resultar fácil emitir juicios condenatorios cuando no se es el receptor de los inmigrantes. Pero en medio de la complejidad de esta situación, sí es totalmente inaceptable que se ponga a los niños en el centro, no solo por el perjuicio que se les causa al ser separados de sus padres sino porque se les está usando como instrumento de presión para los intereses de Trump. Y es lamentable que haya sido este episodio el que desencadenara la amenazada salida de los Estados Unidos del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, precisamente un día después de que la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos denunciara la separación de las familias migrantes.
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A través de su embajadora en Naciones Unidas, Nikki Haley, y del secretario de Estado, Mike Pompeo, Estados Unidos justificó su decisión por la “hipocresía” del organismo en el que participan sin ser puestos bajo la lupa, países como China, Venezuela, Cuba o la República Democrática del Congo, así como por el “prejuicio crónico” del organismo contra Israel. Sin embargo, lo que queda claro es que Trump aprovechó la coyuntura para lanzar otra mina contra los mecanismos multilaterales, como lo hizo ya con la Unesco, con el Acuerdo de París, con el Acuerdo Nuclear con Irán y como avisó ya al G7 al negarse a firmar la declaración final de su última cumbre.
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Tal vez el presidente de los Estados Unidos esté usando la política exterior para jugar las cartas frente a su electorado, al que le muestra su actitud más fuerte y retadora, pero le causa un enorme daño a la diplomacia y al papel que está llamado a jugar ese país a largo plazo en el contexto internacional. Con sus maneras, Trump está generando un vacío que Europa u otros países deberían apresurarse a llenar con su liderazgo. De no hacerlo, la comunidad internacional se expone a que Trump le gane el pulso aunque no tenga la razón.