Es claro que el primer resultado negativo aquí es que los Estados Unidos se han marginado de su papel como mediador del diálogo entre Israel y Palestina, el mismo que está estancado desde 2014 y que difícilmente se podrá retomar ahora que Trump ha violentado el inflamable simbolismo religioso de la “ciudad tres veces santa”.
En una acción típica de su carácter, obstinado en hacer lo que ningún otro presidente haya hecho o en marcar diferencias con sus predecesores, Donald Trump cumplió ayer su promesa de campaña de reconocer a Jerusalén como la capital de Israel y ordenar el lento proceso de traslado desde Tel Aviv a esa ciudad de la embajada de los Estados Unidos, en una decisión que no parece tener un sustento o propósito claro pero cuyas consecuencias pueden ser realmente graves.
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Lo primero a dejar claro es que el mandatario rompió con su determinación un consenso internacional de varias décadas y desconoció toda una serie de resoluciones de Naciones Unidas sobre una ciudad que es sagrada para el Cristianismo, el Judaísmo y el Islam, por lo que no se debería reconocer soberanía alguna sobre ella, al menos hasta que israelíes y palestinos alcancen un acuerdo de paz.
Las numerosas reacciones en contra de la decisión no nos sorprenden. En tanto acción imperialista, la medida aumenta la mala imagen que de vieja data ostenta el país en la convulsionada región del Medio Oriente; pero lo que debería poner a pensar al propio Trump es la escalada de rechazo que su acción generó entre sus propios aliados, que ya en 1980 habían acatado la recomendación de Naciones Unidas de retirar las embajadas -16 en total, incluida la de Colombia- que por esa época se asentaban en Jerusalén.
El primero en calificar como “desafortunada” la decisión de Trump fue el presidente francés Emmanuel Macrón, detrás del cual se expresaron la primera ministra británica, Theresa May, quien consideró "poco útil" para la paz la medida; la alta representante de la Unión Europea para la Política Exterior, Federica Mogherini, quien expresó “grave preocupación” por el anuncio, y el ministro de Exteriores de Turquía, Mevlüt Çavusoglu, quien calificó de “irresponsable” la determinación del Gobierno norteamericano.
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Aunque predecibles, hay que contemplar también la fuerte reacción de los aliados norteamericanos en la región, con Egipto y Jordania a la cabeza, que convocaron de urgencia a una reunión de la Liga Árabe para el próximo sábado; la de Irán y Siria, enemigos reconocidos del Imperio y de Israel, quienes pregonaron la “victoria final” del pueblo palestino y de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) -contraparte reconocida por Israel en las negociaciones-, que desde el plano diplomático insistió en la violación de las resoluciones de la ONU. El gran temor de la comunidad internacional es que Hamás, la facción rebelde y yihadista de los palestinos, que ya convocó a jornadas de “ira”, promueva la violencia hasta los términos de una nueva “intifada”.
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Más allá de las consecuencias violentas que pueda desatar este hecho, para nosotros es claro que el primer resultado negativo aquí es que los Estados Unidos se han marginado de su papel como mediador del diálogo entre Israel y Palestina, el mismo que está estancado desde 2014 y que difícilmente se podrá retomar ahora que Trump ha violentado el inflamable simbolismo religioso de la “ciudad tres veces santa”. Si lo que Trump quería era renunciar al papel de mediador, tenía otras formas de hacerlo distintas a esta, tras la que pierde toda credibilidad cualquier declaración que haga sobre la solución de los dos estados. Lo grave de esto no es que Naciones Unidas o la comunidad internacional encuentren otro mediador, sino el retroceso que da el proceso de paz con un Israel envalentonado por el reconocimiento de los Estados Unidos y una comunidad palestina herida en lo más sensible de su tradición histórica.
No creemos que ningún otro país vaya a seguir la estela trazada por Trump este miércoles, si ese era el punto de giro que el mandatario quería remarcar. Por el contrario, lo que ha hecho es servirle en bandeja de plata a los populistas de la región la oportunidad de exacerbar el discurso anti norteamericano y antioccidental que puede llevar las tensiones a cotas impredecibles.