La consagración jurídica de los derechos fundamentales con sus respectivas garantías convirtieron la misericordia y la solidaridad en obligaciones jurídicas.
La moralidad social es una red de comportamientos y una lista de valores éticos respecto de los cuales se modelan esos comportamientos. Pero no existe una moralidad social sino muchas, de las cuales es posible distinguir géneros próximos y diferencias específicas, convergencias y divergencias, puesto que la red es una mezclilla de sabidurías y vivencias tradicionales y nuevas, laicas y religiosas. Para mostrar la reciprocidad que existe entre la cultura moral y la cultura política pongo a modo de ejemplo tres modelos de moralidad social y de cultura política relacionados con la misericordia que es uno de los valores éticos más identificables con la bondad.
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La misericordia es un sentimiento de compasión por los débiles que se convierte en virtud cuando efectivamente se les redime. De ella hay una versión laica relacionada con la solidaridad, otra versión religiosa cristiana ligada con la caridad y otra definitivamente inmisericorde.
Cito como paradigma de misericordia y de solidaridad la cultura de los derechos fundamentales ya validada en el constitucionalismo contemporáneo. Esta cultura jurídico-política tiene su fundamento en una opción ética por el derecho de los débiles sin excepción de modo, tiempo y lugar, es decir, siempre teniendo en cuenta que los poderosos de hoy pueden ser los débiles de mañana. Con esta advertencia garantizada jurídicamente, este constitucionalismo de los derechos fundamentales que incluye tres y ya casi cuatro generaciones de derechos y garantías, se blinda contra privilegios, elitismos y populismos. Durante más de dos siglos de vigencia ha ajustado el equilibrio entre libertad individual y justicia social, entre diversidad e igualdad, mediante un núcleo de derechos y garantías reforzados contra poderes ilegítimos e ilegales sean políticos, económicos, sociales o culturales. En definitiva, la consagración jurídica de los derechos fundamentales con sus respectivas garantías convirtieron la misericordia y la solidaridad en obligaciones jurídicas.
La otra versión, enraizada en la moralidad social del cristianismo, identifica la misericordia con la caridad y la filantropía. Sería muy poco objetivo desconocer el carácter virtuoso de la caridad y de la filantropía, igualmente definidas como compasión por los débiles y redención de sus debilidades; pero sería también poco objetivo desconocer que el carácter virtuoso y la eficiencia de sus redenciones se desdibujan por su permanente identificación con la lástima y la limosna. La lástima es un sentimiento pasajero más propio de quien la siente que de quien la provoca y la limosna caritativa es un paliativo o un placebo que da de lo que sobra, para ufanía del caritativo y alivio de su sentimiento de lástima y para humillación y resignación del limosnero, porque las sobras son “almuerzo de hoy y hambre para mañana”.
Nuestro eximio filósofo de El Cabrero, Rafael Nuñez, augusto caudillo político de “La Regeneración” que hizo trizas la Constitución liberal de 1863, entendió bien el papel político que como placebo cumplen la lástima y la caridad cuando resumió su sociología política en la fórmula “Caridad en la cúspide y resignación en la base”. Típica definición de un estado asistencialista. Pero me parece más grave aún que, a pesar de los torrenciales aguaceros de sangre y miseria que han llovido sobre Colombia, esta fórmula siga siendo encepada cultura política no sólo en Epulón sino también en Lázaro y que en los populismos de derecha e izquierda, tan de moda, haya más de asistencialismo, de lástima y de limosna caritativa que de misericordia y solidaridad convertidas en política pública. Y aún más paradójico resulta que a pesar de la vigencia de los derechos fundamentales, siga existiendo una especie de estado asistencialista paralelo a las políticas públicas de bienestar, conformado por miles de fundaciones, instituciones sin ánimo de lucro, Ong y establecimientos de caridad que, además de financiación privada, compiten por el presupuesto oficial destinado para el mismo propósito y por las exenciones tributarias.
Y, finalmente, las críticas a la misericordia, a la solidaridad y a la caridad entendidas como compasión por los débiles y ayuda a la redención de sus debilidades, provienen de quienes consideran que es un sentimiento mediocre para una sociedad de mediocres, adocenados, de pobres resentidos o de pequeño-burgueses mantenidos, perezosos y mentecatos, en la que se premia la indolencia, se paraliza la individualidad, la creatividad, el emprendimiento, la voluntad de poder y de dominio, porque es un moralidad que por incapacidad y miedo se resiste a la superación de las dificultades, a la aristocracia del espíritu y a la superioridad natural.
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